Método innovador: trasplante de cerebros. Una mujer ruluda lo anuncia en la televisión con poco interés en su mirada, la espera algo mejor en su casa, parece decir eso o lo insinúa. Simultáneamente a la noticia miles de mentes vacías encuentran una solución, nadie piensa que es algo determinante. Raymundo reflexiona y saca conclusiones mientras va por el quinto cigarrillo: uno va a empezar a ser otra persona, porque no hay posibilidad de descartar una vida grabada en un cerebro, por ende, el resquicio de personalidad será intercambiado. Sus pensamientos son interrumpidos por la voz de la periodista que bromea sin demasiada gracia y dice que los donantes deberán ser lo suficientemente interesantes para necesitar su cerebro. Raymundo completa esa idea y cree que en realidad se trata de donantes no huecos.
De pronto esta novedad invade los medios e incluso los almuerzos y las cenas con los desayunos improvisados incluidos y también los comentarios en el baño frente al espejo de mujeres arrugadas. A Raymundo simplemente esta posibilidad le genera escalofríos en el cuerpo y también en el cerebro, y como busca una razón a todo (por eso está solo), no comprende para qué sirve un trasplante de cerebro. Un segundo eterno, de esos que no terminan nunca lo detiene en el hall y elabora una teoría apresurada. Si de pronto éste método se transformara en costumbre y fuera algo así como la cura a un resfrío, habría transferencia de personas y de vidas de un cuerpo a otro y sería ad finitum. Sería más que tentador, aún sin necesidad de despreciar la mente propia, tener, sumergirse en lo que el otro fue y dejarse llevar por eso. Corre entonces desesperado a buscar uno de los libros de Freud que su padre le regaló cuando empezó psicología y nunca supo que abandonaría, y allí cree que habrá más respuestas, pero… ¿qué iba a saber Freud que en un momento la tecnología se burlaría de su precaria tesis?. Recurre al capítulo de Lo siniestro y la frase de Shemill “algo que de haber permanecido oculto igual se ha manifestado”, claro, ese algo está en lo inconsciente, pero lo inconsciente es propio y sorpresivo toda la vida, sobre todo en los sueños. Por Dios, dónde iría a parar todo esto… da unos pasos hacia atrás y tambalea una estantería con libros pero no se cae, cree que la estantería de Freud si se caerá y con ello todas sus obras interminables en la repisa. Todo lo solemne se esfuma cuando suena el timbre dos veces. Abre, Miguel, el amigo prosaico. Entra como siempre sin permiso y se ríe muchas veces en su cara pero no de él, sino de la mayor preocupación de Raymundo en ese momento, el trasplante de cerebros, una frase le hace eco y choca contra sus costillas: “qué verseros que están los médicos hoy en día, todo eso para sacarse unos pesos más”.
Raymundo sentado en su sillón piensa qué cerebro le gustaría tener en ese momento, pasan por su cabeza los nombres más reconocidos pero ninguno le interesa, nada de fórmulas y logaritmos. Sí en cambio el de un alpinista al llegar a la cima, el de un nadador a punto de tirarse del trampolín, el de una mujer al salir de la peluquería y verse más linda. Y bucea, por el tiempo, por las experiencias, por las imágenes y no encuentra mejor mente que la cotidiana. Ahora piensa, su cerebro es de lo más común que existe, sin embargo aprecia mucho las reflexiones que produce antes de dormirse y el modo en que entiende a la vida, no cambia por nada la pasión con que lee el diario y no reemplazaría tampoco su infancia en el campo con sus abuelos. Qué más interesante que eso, que lo que uno es y qué más preciado, como nada en el mundo, que el punto de vista propio. Ahora Raymundo se ha dormido y probablemente sueñe, su cerebro se encargará de fabricar alguna historia, y al otro día despertará asombrado porque el inconsciente develó algún secreto. Nadie puede apropiarse de eso, ni siquiera la ciencia.
De pronto esta novedad invade los medios e incluso los almuerzos y las cenas con los desayunos improvisados incluidos y también los comentarios en el baño frente al espejo de mujeres arrugadas. A Raymundo simplemente esta posibilidad le genera escalofríos en el cuerpo y también en el cerebro, y como busca una razón a todo (por eso está solo), no comprende para qué sirve un trasplante de cerebro. Un segundo eterno, de esos que no terminan nunca lo detiene en el hall y elabora una teoría apresurada. Si de pronto éste método se transformara en costumbre y fuera algo así como la cura a un resfrío, habría transferencia de personas y de vidas de un cuerpo a otro y sería ad finitum. Sería más que tentador, aún sin necesidad de despreciar la mente propia, tener, sumergirse en lo que el otro fue y dejarse llevar por eso. Corre entonces desesperado a buscar uno de los libros de Freud que su padre le regaló cuando empezó psicología y nunca supo que abandonaría, y allí cree que habrá más respuestas, pero… ¿qué iba a saber Freud que en un momento la tecnología se burlaría de su precaria tesis?. Recurre al capítulo de Lo siniestro y la frase de Shemill “algo que de haber permanecido oculto igual se ha manifestado”, claro, ese algo está en lo inconsciente, pero lo inconsciente es propio y sorpresivo toda la vida, sobre todo en los sueños. Por Dios, dónde iría a parar todo esto… da unos pasos hacia atrás y tambalea una estantería con libros pero no se cae, cree que la estantería de Freud si se caerá y con ello todas sus obras interminables en la repisa. Todo lo solemne se esfuma cuando suena el timbre dos veces. Abre, Miguel, el amigo prosaico. Entra como siempre sin permiso y se ríe muchas veces en su cara pero no de él, sino de la mayor preocupación de Raymundo en ese momento, el trasplante de cerebros, una frase le hace eco y choca contra sus costillas: “qué verseros que están los médicos hoy en día, todo eso para sacarse unos pesos más”.
Raymundo sentado en su sillón piensa qué cerebro le gustaría tener en ese momento, pasan por su cabeza los nombres más reconocidos pero ninguno le interesa, nada de fórmulas y logaritmos. Sí en cambio el de un alpinista al llegar a la cima, el de un nadador a punto de tirarse del trampolín, el de una mujer al salir de la peluquería y verse más linda. Y bucea, por el tiempo, por las experiencias, por las imágenes y no encuentra mejor mente que la cotidiana. Ahora piensa, su cerebro es de lo más común que existe, sin embargo aprecia mucho las reflexiones que produce antes de dormirse y el modo en que entiende a la vida, no cambia por nada la pasión con que lee el diario y no reemplazaría tampoco su infancia en el campo con sus abuelos. Qué más interesante que eso, que lo que uno es y qué más preciado, como nada en el mundo, que el punto de vista propio. Ahora Raymundo se ha dormido y probablemente sueñe, su cerebro se encargará de fabricar alguna historia, y al otro día despertará asombrado porque el inconsciente develó algún secreto. Nadie puede apropiarse de eso, ni siquiera la ciencia.