lunes, 21 de enero de 2008


El refugio de los que dicen

Nadie sabía que todavía quedaba un lugar donde no se decía nada.
Ese lugar se llamaba “Guarida de Santa Esperanza”, era un pueblo mínimo, insignificante, llano y sobre todo, era un pueblo callado, había una música permanente, la del viento.

Sus escasos habitantes hablaban lo necesario, se comunicaban entre sí, pero en sus casas. Cuando salían se quedaban mudos, como petrificados, sólo caminaban y se dirigían a los lugares que debían ir. Las personas no tenían deseos, no las movían más que sus acciones habituales y los pocos proyectos existentes pertenecían a los planes para el día siguiente.
Ninguno se quejaba, a nadie le parecía que algo andaba mal, todos estaban convencidos que eso era la vida.

El origen de ese lugar se remontaba a la época en que algunos inmigrantes italianos decidieron hacerse un espacio propio y entonces comenzaron a construir algunos caseríos que más tarde se convirtieron en pequeños barrios y que nunca fueron más que eso, casas viejas. Podría decirse que la gente heredaba ese carácter taciturno, sin embargo no hay posible coincidencia ya que es sabido, los italianos son efusivos y habladores por naturaleza. Algo había pasado, en algún momento.

Hubo un pequeño cambio. Ambrosio.
Ambrosio cambió un poco la perspectiva del lugar cuando fundó la biblioteca “Libros Nuestros”. Empezó desde abajo, adaptó su garaje con algunas repisas y con los libros que siempre había tenido armó una especie de convocatoria literaria para quiénes quisieran tomar por prestado algunas historias ajenas. El primer tiempo no fue nadie.
Ambrosio se frustró mucho. Era un hombre solitario y como no hablaba con nadie y nadie hablaba con él, no se enteraban del rico espacio que ofrecía, sin saberlo ni siquiera él mismo, estaba revolucionando de cierta manera la miseria del pueblo.
Dejó de confiar en que alguien iría alguna vez a su biblioteca y también en el cartel que con tanto cariño había pintado aquella tarde en el patio de su casa bajo la parra, donde se leía el título que había pensado ponerle.
Un día recibió dinero de una vieja indemnización que ya había olvidado y tuvo posibilidad de ampliar su casa. Entonces agrandó esa biblioteca. Pasó de ser un simple garaje a una gran sala que abarcaba el living comedor y parte de la vieja cocina, ya que ahora él habitaba en el piso de arriba. Compró más repisas y más libros en Buenos Aires, algunas personas que hablaban y mucho, le recomendaron títulos diversos y varios autores olvidados que eran realmente buenos. Él pensó en resucitarlos, y cuando lo hizo, sintió una sensación parecida al amor.
Aprendió también, que era necesario empezar a hablar, aunque nadie estuviera dispuesto a escucharlo.

Así empezó a recorrer los almacenes (que eran tres), a sonreírle a los dueños, a acariciar las cabezas de los chicos que estaban sentados en los cordones de las veredas jugando solos con palitos, a guiñarles el ojo a las solteronas, a darles la mano a los hombres de su edad hasta parecer un amigo. Ambrosio estaba construyendo redes, porque en Buenos Aires le habían dicho que las personas llevan a otras personas y a otras cosas, y que si uno se queda solo y callado no habrá ningún puente posible.
Una vez que construyó pseudo relaciones empezó a publicitar su biblioteca, nadie leía ni había leído alguna vez. Cuando hablaba con pasión de su lugar, la mayoría lo miraba extrañado y le palpaba el hombro en señal de lástima o compasión.
Sin embargo, a pesar de decepciones era necesario descubrir la esencia de la gente, saber qué le gustaba, la literatura no podía ser rechazada por todo el mundo, era bellísima, pensó.

Un viernes Ambrosio fue al almacén de Agustín, el hombre triste detrás del mostrador, nada podía describirlo mejor. Y mientras hacía una especie de cola esperando su turno, encontró escondida detrás de algunas propagandas pegadas en la pared, una hoja amarillenta en la que se llegaba a leer “Bib”, corrió las que la estaban tapando y descubrió la propaganda de una antigua Biblioteca en ese pueblo, el cartel decía en su totalidad lo siguiente: “Biblioteca Esperanza, grandes títulos, hágase socio y lleve dos libros por uno”, su impresión fue tan grande que salió despavorido del almacén perdiendo unos billetes por el camino. De ese acontecimiento no habrían pasado veinte años.
Ambrosio llegó a su casa y encontró en la puerta una pareja joven sentada en el umbral. Les preguntó quiénes eran. Ellos habían leído el cartel uno de esos días al pasar y decidieron ver de qué se trataba. A los dos les gustaba leer y la chica guardaba unos libros de su abuela. Ambrosio más que eufórico les abrió la puerta y los hizo pasar a su lugar. A los jóvenes no les alcanzaban las manos para sacar libros de la repisa, se sentaron sin pedir permiso en los sillones de pana azul que Ambrosio había puesto con la idea de que se sentaran a leer el tiempo que quisieran. De vez en cuando secreteaban cosas, y él creyó siempre bien, creyó que ahora su biblioteca crecería.
Unos meses después un grupo reducido de personas se hizo habitué de la biblioteca “Libros Nuestros”. Iban dos veces por semana y como no sucede en ninguna otra biblioteca que exista, hablaban en voz alta y comentaban lo que leían. La gente se hacía amiga, se reía y conversaba.

Afuera seguía estando el silencio, adentro, en la biblioteca de Ambrosio, la gente tenía algo para decir.


AMOR DE TARDE



Es una lástima que no estés conmigo cuando miro el reloj y son las cuatro y acabo la planilla y pienso diez minutos y estiro las piernas como todas las tardes y hago así con los hombros para aflojar la espalda y me doblo los dedos y les saco mentiras.
Es una lástima que no estés conmigo cuando miro el reloj y son las cinco y soy una manija que calcula intereses o dos manos que saltan sobre cuarenta teclas o un oído que escucha como ladra el teléfono o un tipo que hace números y les saca verdades.
Es una lástima que no estés conmigo cuando miro el reloj y son las seis. Podrías acercarte de sorpresa y decirme "¿Qué tal?" y quedaríamos yo con la mancha roja de tus labios tú con el tizne azul de mi carbónico

Mario Benedetti