domingo, 26 de abril de 2009

El hombre que no quería que muera un terrón de azúcar

Cecilio había descubierto lo que nadie todavía hubiera pensado. La gente que toma las cosas con azúcar es mucho más dulce o al menos accesible al trato humano.
Todo esto lo pensó un día en que se quedó sin azúcar, ni edulcorante en su casa y tuvo que tomar un té, unos mates y hasta un café amargo. El efecto le duró unas semanas. Recluido en su habitación, solamente salía para ocasiones extremas, como comprar cigarrillos, y no toleraba su reflejo en el espejo porque le delataba un hombre mezquino que en cualquier momento lo insultaría. Probablemente su estado de ánimo no tendría mucho que ver con haberse quedado sin azúcar, quizá algo menos importante, como no tener ningún amigo, lo habría aislado de la sociedad.
Cuando se recuperó estuvo decidido a hacer un estudio de este curioso fenómeno. Tres noches seguidas se infiltró en los bares y restaurantes y se metió los terrones de azúcar, todos sin dejar una miguita, en los bolsillos. Quiso imaginar que la gente que fuera a pedir un café después de la cena o compartirlo con alguna persona, tendría que tomarlo amargo, inevitablemente. El experimento ya se había desencadenado. Dos días después una multitud de amargos divagaba por las veredas del centro. Cecilio notaba cómo se chocaban entre sí y chistaban, lo poco que les interesaba el sol, y la manera en que caminaban, con esa urgencia huidiza de llegar a casa.
Y creyó, con ese poder que puede sentir alguien que logra descubrir algo, que definitivamente el azúcar solucionaba todos esos problemas.

Los terrones de azúcar esperaban viejos, cada vez más viejos en los bolsillos de su sobretodo. Los había olvidado, una vez que comprobó su teoría.
La noche del lunes, una idea que lo pinchaba le hizo saltar de la cama. Con el pijama a medias y los pies congelados se sentó sobre su sillón desvencijado y tomó uno de los terrones de azúcar. Lo retuvo entre la palma de sus manos un momento y lo acarició con los ojos. El terrón, poco a poco se estaba desgranando. En unas horas iba a formar parte de un montón de azúcar junto con los terrones compañeros y se transformaría en una determinada proporción de azúcar que alguna cocinera utilizaría.
No se dejó llevar por el duelo, todavía estaba a tiempo de salvarlo. “Este terrón simboliza la dulzura de la gente, si se muere, morirán los otros y ya no habrá nadie, pero nadie, a quien le gusten los abrazos”. La suya era una misión importante. Pero el tiempo, el tiempo también diluye todo, incluso esto. Con las reflexiones haciéndole cosquillas se dirigió hacia la alacena y tomó un frasco opaco de tantos años. Ahí metió el terrón tirando el resto de los terrones del bolsillo. Esa noche no durmió.

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