martes, 30 de diciembre de 2008

El amor no es un nombre


Desde chicos nos enseñan a ponerle nombres a las cosas. “Padre”, “Madre”, “Abuelo”, “Abuela”, “Tía”, “Tío”, “Amigo”, “Novio”, etc. Nadie se plantea la posibilidad, al menos hasta hace unos segundos de escribir esto, que fácilmente podríamos pensar en desaparecer los límites de las palabras y empezar a crear términos propios, casi autóctonos, según nuestra comodidad, nuestra necesidad.

Dentro de las relaciones es mucho más difícil reconocer qué es cada uno. Quizá no es difícil, sino enteramente absurdo.

Marina y Álvaro eran algo así como amigos. No habían pensado en ningún momento que podrían ser otra cosa. Existían una serie de rituales cotidianos que llevaban a cabo para no dejar de ser lo que eran. Mantenían en vigencia las cosas que los estancaban en un nombre.
Se saludaban con un beso en la mejilla, reían de chistes que cada uno hacía de vez en cuando, se juntaban a tomar mate y hablaban por teléfono muchas horas. Se decían “te quiero”, pero nunca “mucho”. Pero más eran más las cosas que no hacían, no se rozaban, no se miraban, no se tocaban al menos sin darse cuenta, caminaban a la par pero lo suficientemente lejos para no chocar los codos, los sábados a la noche no salían juntos, los silencios entre ellos no existían porque la confianza los llenaba de palabras. No calculaban lo que no debían hacer, simplemente les salía porque eran concientes del lugar que ocupaban.
Sus padres les enseñaron que los amiguitos que son nena y nene deben comportarse con cuidado, porque hay cosas que Dios puso en la tierra para respetar, y una de ellas es ser hombre y ser mujer.
La escrupulosa relación no pudo durar demasiado. Los límites de la palabra que representaba la etiqueta de la relación se fueron poniendo cada vez más difusos. Aparecieron las dudas. Una incertidumbre asoma cuando las personas empiezan a andar dubitativas por la vida y se detienen cada diez minutos para pensar el próximo paso.
A Marina le empezó a parecer que Álvaro la estaba mirando como mujer, y eso le dio miedo. Él nunca hablaba de esas cosas con naturalidad, siempre lo demostraba de una manera muy sutil. Marina jamás hubiera pensado en la posibilidad de ver a su amigo como un hombre, su cabeza había puesto en un único lugar la relación.
Álvaro tampoco creyó que ese momento llegaría. Una noche, cuando ya no daba más de cansancio, tomó un libro que estaba a punto de suicidarse en el estante de su biblioteca. Ni recordaba qué autor era y hasta pensó que podría no ser suyo. De todas formas abrió una página al azar y leyó unas líneas que lo llenaron de luz, las palabras (que secretamente se habían puesto de acuerdo para sorprenderlo) decían algo así: “el hombre está condenado a los límites, su vida es una eterna geometría donde no debe confundir los vértices de un triángulo con los lados de un cuadrado”, después de leer esos renglones no pudo dormir en toda la noche. Marina a unos kilómetros tampoco cerraba los ojos, había visto una película en la que las personas elegían y cansadas de esa libertad lentamente iban renunciando a su autenticidad. Pensaba cómo la veía Álvaro o cómo la había visto siempre, y pensó también cómo se veía ella viéndose por él. Encontró un mecanismo humano muy frecuente: el enamoramiento repentino y desesperado, cuando uno descubre que alguien lo ama. Y mientras se escondía en las sábanas y tiraba al suelo los almohadones, recordaba imágenes muy breves en las que construía a su amigo de otra manera. Hacía un esfuerzo por imaginar un momento juntos, casi ni podía identificar las caras, porque había robado retazos actuales y los ponía en un tiempo que no existía. Las cosas que no han sido son como materia prima sin procesar, cualquier producto se ve feo y poco prolijo, pero muy definido en lo que es.
Sin saberlo, en el mismo momento y bajo la oscuridad, Marina y Álvaro se estaban enamorando sin verse. Ahora hacían el amor con las imágenes de lo que eran, ambos se construían como creían que siempre habían sido.
Algún día, seguramente, podrán decirse al oído cuánto estuvieron queriéndose en secreto mientras no lo sabían.

miércoles, 12 de noviembre de 2008

La ciudad a cuerda


Ernesto terminaba de hablar y las gotitas de saliva todavía volaban hacia el micrófono. Una multitud desconcertada lo seguía mirando pero él ya no iba a decir más nada. Se fue sin saludar y dejó olvidado un folleto de su campaña sobre el escritorio.
La prensa, la gente, la televisión, hasta el cine no sabían qué hacer. El viento sonaba soberbio en la avenida y los autos aceleraban a bocinazos queriendo llegar primeros a alguna parte.
Ernesto tomó su pastilla de la siesta y se durmió en la habitación del hotel. La ciudad explotaba pero le era indiferente.

Aparecía la duda, la gente empezaba a dudar, todos titubeaban. Un segundo antes los había movido la seguridad automática de vivir pendientes de una sola cosa, la hora. En este momento, en este preciso instante, nadie sabía cómo seguir.
Ernesto, el presidente, declaró que a partir de hoy la hora se atrasaría dos más y que nadie podía resistirse al cambio. Quienes lo hicieran serían inmediatamente trasladados al exterior y no tendrían posibilidad de regresar a su país nunca más. Una pauta rabiosa y susceptible a la revolución, pero no existía nadie que se animara, los habitantes habían crecido sumisos y llenos de cadenas que los ataban al estado. La normativa no tenía ninguna razón de ser, había sido un capricho de Ernesto, “una necesidad didáctica” como le decía.

El verdadero conflicto no consistía en la orden del presidente. La gente estaba atemorizada, casi horrorizada de que las cosas dejaran de ser como eran. Les espantaba la idea de perder el control sobre el tiempo. Por eso, cuando Ernesto terminó de hablar y las gotitas de saliva seguían mojando el micrófono, una mujer gritó desde la ventana, un viejo empezó a correr despavorido, y un ejecutivo cruzó la calle corriendo y perdió el maletín en el camino. Ahora qué iban a hacer, el sol los desafiaría, la oscuridad iba a invadir la sala cuando todavía nadie estuviera durmiendo.
Durante un mes nadie hizo nada. Los comercios no abrían, la gente no trabajaba, algunos ni siquiera se despertaban, porque no habían dormido nada. Todos pensaban.
Era triste ver las avenidas vacías, las persianas bajas, los candados puestos como perpetuando la melancolía. Sólo papelitos dando vueltas de vez en cuando sobre las veredas, algún auto estacionado. Y el silencio, el insoportable silencio. Muchos filósofos que se habían muerto decían que una reacción inexistente produce un escenario vacío para la opinión. Eso era precisamente lo que sucedía. Como nadie se expresaba los periodistas no tenían trabajo, los medios estaban en suspenso, de vez en cuando en algún programa aparecía un locutor ojeroso que relataba un partido de fútbol.
Las cosas se estaban llenando de telarañas.

A Ernesto nada le importaba. Él siempre había vivido en función de los medicamentos, de la artificialidad, ni siquiera su sueño era legítimo, como tenía tanto poder podía controlar hasta la hora en que se cobijaba bajo las colchas. Era él en contra de un país acostumbrado al orden, al orden que no los hacía pensar.
Graciela, su secretaría de entera confianza, también se había cansado de ese desorden social, un caos que nadie aprovechaba para renovar la vida, para invertir ese ritmo insoportable en el que siempre habían vivido. Borges, un autor que algunos literatos devenidos en empresarios habían leído, decía que la teoría del caos permite al hombre elegir entre múltiples opciones, y que siempre se queda con una. Las demás, en alguna parte, de alguna manera y en algún momento, se están relacionando entre si, cuando otros las eligen. Esta red que teje el caos nadie la había comenzado, a nadie le interesaba empezar a plantearse una opción, las cadenas los seguían atando.

La gente más adelante se empezó a habituar, pero se manejaban con mucha más liviandad que antes. Ahora deambulaban indiferentes en las calles con la mancha blanca del reloj pulsera que alguna vez tuvieron en la muñeca, la hora ya no importaba, no tenían a dónde llegar a tiempo. No se miraban entre si, no dialogaban. La ciudad se había convertido en una gran casa de desconocidos.
Y como ahora, todos estaban sumados a un ritmo extraño, Ernesto se sintió como antes, inmerso en esa nada de la que había tratado de huir al cambiar las cosas. Claramente no fue un capricho…

sábado, 4 de octubre de 2008

Ruido de fondo


En cualquier situación de la vida su corazón era importante. No su corazón, los latidos de su corazón. No se trataba tampoco de una cuestión simbólica en la que el órgano tenía un significado afectivo ni representaba al amor. Era el corazón en sí con sus latidos.

Tristán tenia una capacidad especial, casi un talento, para poder escuchar el ruido que el corazón hacía en su pecho cada vez que latía. A veces ese era el ritmo de su vida, a veces marcaba el tiempo subjetivo con el que medía las horas reales, y otras decía por él la gravedad del asunto.
Durante la noche su corazón también dormia. No creía en esa gente que decía que para estar vivo uno necesitaba el fluír permanente de la sangre bajando y subiendo del cuerpo, él estaba seguro de que mientras no hiciera nada, su corazón tampoco tenía porqué molestarse.
Existieron situaciones cruciales de su vida en las que los latidos habian sido tan fuertes que la gente se daba vuelta y preguntaba qué podría ser ese ruido. Una de las veces por ejemplo, fue cuando vio por primera vez a su mujer cruzando de una calle a la otra y mirando a todos lados con la mirada perdida. En realidad no sintió el enamoramiento en su pureza, sino más bien lo que ocurrió fue que sintió lo terrible que sería si a esa mujer la atropellaba un auto. En esos instantes las frecuencias de los latidos fueron mucho más esporádicas y fuertes, casi más fuertes que los caños de escape de los autos más destruídos. Muchas de las mujeres que iban de compras se detuvieron por un momento a escuchar con más detenimiento ese ruido. Tristán no sabía que su corazón estaba copando la avenida. Pero como consideraba que trabajaba según la necesidad que tuviera, intuía qué podría estar sucediendo. Su futura mujer ya había cruzado la calle y no le habia pasado nada. Y la gente seguía caminando con una intriga que seguramente espantaría al sueño por la noche.
Otra vez, cuando nació su hijo, el corazón de Tristán invadió la sala de espera y despertó a los bebés.

Pero ahora. Ahora que había pasado el tiempo. El corazón de Tristán estaba latiendo por cualquier cosa. No había cardiólogo que le dijera lo que esperaba. Todos salían con lo mismo. “Señor, el corazón tiene que latir siempre, sino se muere”. Y era tan poderosa su teoría, como todas las teorías que se refugian en el fondo de la certeza, que de ninguna manera lo podían convencer. Se trataba de algo tan simple como vivir. Sin embargo, si los latidos eran una especie de marcador de situaciones importantes y especiales en su vida, cómo podía ser posible que no dejara lugar para las que no lo eran. Si su corazón latía todo el tiempo para que él pudiera vivir, pero también representaba lo que vivía , su vida estaba invadida. Y él estaba invadido, y la vida no era tan simple, y vivir tampoco.
Durante las noches empezó a despertarse cada dos horas y a darse cuenta de que su corazón estaba latiendo y había estado latiendo mientras dormía. Una tremenda descilución, al borde del llanto lo obligaba a prender la luz para no sentirse tan solo. De a poco se estaba dando cuenta de que el órgano no dependía de él, sino que él dependía de su órgano.
Que no lo hubiera escuchado siempre no significaba que no hubiera estado funcionando. El ser humano convive con ese ruido todo el tiempo sin siquiera percibirlo, las únicas veces que se delata es ante el miedo y a través del estetoscopio de algún médico de turno. Recordó que cuando su hijo estaba en la panza de la madre tenía un latido permanente que él mismo podía escuchar con claridad. Pensó que antes de venir al mundo somos sólo un latido. Y en ese momento su corazón latió más fuerte.

jueves, 7 de agosto de 2008

Sin pelos en la lengua

Mirta era la que mejor cortaba el pelo. Todas las clientas la adoraban. Decían que en las manos de Mirta uno podía quedarse tranquilo. “Ah! Yo con Mirta me relajo y la dejo hacer su trabajo”, decían algunas. La peluquería de Mirta era la mejor del barrio hasta que llegué yo. Toda la estructura de lo que para Mirta era una peluquería se vino abajo. Y me refiero a estructura en el sentido de lo que para los peluqueros es una estructura. Son muy parecidas a la disposición de los cabellos en la cabeza de una persona.

Decía entonces que llegué yo...a la peluquería, pero antes al barrio donde estaba esa peluquería, un día en que mi pelo no paraba de crecer, esa mañana había despertado con el cabello todo enredado por la cama y los armarios, mezclado con la cortina, mojado porque llegaba hasta el agua del inodoro. Decidí entonces recogérmelo con una enorme hebilla y ver qué hacía para darle un fin a ese festival capilar. Busqué los avisos clasificados en la zona “Oficios”, y me pareció raro porque a veces traen otro nombre, pero empecé a bajar con el dedo índice y llenármelo de tinta hasta que encontré “Mirta Tu Peluquera” y algo me dijo en el fondo, que ahí tenía que ir. Salí a la calle con mi enorme rodete pero nadie me miró. Se ve que a veces es normal tener demasiado pelo.
La peluquería de Mirta era lejos, muy lejos, había que tomarse un colectivo tras otro que lo dejaban a uno varado en un barrio sin centro vecinal ni alma en pena siquiera. Pero la verdad, no me daba miedo. La cabeza cada vez me pesaba más, creo que el pelo no había parado de crecerme a lo largo del viaje, se me escapaba ahora de la hebilla y empezaba a tropezarme con él. Estaba más atenta a lo que comentaba la gente que a mi situación puntual. En un momento, creo, algo así como después de dos horas y media llegué al barrio donde estaba la peluquería. Absolutamente desorientada me bajé y tuve un feo tropiezo con mi propio pelo, me lastimé el codo y un poco la rodilla. Pero por suerte nada me impidió seguir caminando.

La peluquería de Mirta estaba en una esquina y no era difícil verla, porque su cartel de neón se destacaba toscamente. De lejos parecía un local viejo y descuidado, la gente, o mejor dicho, las clientas de siempre, eran vistas de espalda, al menos desde mi ángulo, y eso las hacía iguales, con las mismas formas y los mismos peinados.
Me fui acercando y encontré tres señoras mayores sentadas leyendo unas revistas muy viejas que me miraron de reojo, como si estuviera invadiendo su territorio. Ahora éramos mi pelo y yo. Avanzamos con confianza hacia Mirta, la famosa Mirta. Le estaba haciendo la permanente a una señora muy gorda que casi no entraba en el sillón. Noté con curiosidad cómo el estante estaba lleno de cabezas de tergopol con pelucas, unas caras todas mal pintadas, casi maléficas. Me asusté, pero de pronto me di cuenta que Mirta estaba pisándome el pelo, que se había mezclado con los retazos que quedaban en el piso de la mujer gorda. Mirta me miró con desprecio, y noté que tenía una cara imposible de no ser de una peluquera. Mientras yo pensaba esto ella seguía mirándome. Entendí que era para saber qué necesitaba. Pero no miró mi pelo, me miró a mí. Y mi pelo no paraba de crecer. Cada vez más. Ahora se había soltado del todo. Estaba cubriendo los pieces de las mujeres, y también metido en sus carteras. No podía controlarlo, estaba fuera de mí. Se había transformado en un cuerpo que tenía vida propia. Miré a Mirta con desesperación y señalé con la mirada su peluquería inundada con mi cabello. Ya no era mi culpa. Pero ella, concentrada en su trabajo ni siquiera lo miró. La señora gorda ya estaba quedando pelada, y Mirta no lo había notado. Miré a las otras mujeres para encontrar en ellas alguna expresión debido a la invasión capilar pero nada. Inmutables con sus revistas en las manos. Estaba sola con toda esa gente y yo sólo quería que me cortaran el pelo.

Con violencia busqué una tijera que estaba sobre una mesita y se la di a Mirta. Al mismo tiempo miré mi otro cuerpo de pelos pero nada. Ella no reaccionó. Le quité el peine de la mano y le puse la tijera. Con educación retiré a la señora gorda del sillón y me senté yo. Sentía mucho dolor porque todas las personas en ese sitio me estaban pisando el pelo y me lo tiraban. Recordé por un momento aquellos tiempos en que mi madre me peinaba para ir a la escuela y luchaba desenredándome lo desenredable. Yo gritaba y me quejaba tanto que terminaba yendo así, toda despeinada y hecha una andrajosa. Ahora estaba en una situación similar, pero yo más dispuesta a peinarme. Nadie quería ver lo notable. Nadie se hacía cargo de esa situación.Esperé sentada en el sillón a que Mirta terminara con esa cascada de pelos. Pero ella estaba parada y sin reaccionar, me miraba como si yo no tuviera nada, o lo que es peor, como si no necesitara nada. Le levanté la mano en la que tenía la tijera y la obligué a que me cortara el pelo. Pero Mirta se resistió y me preguntó si yo había pedido turno con anticipación. Me reí, le dije que mi situación era terrible, y que se trataba de vida o muerte. Ella también se rió y me preguntó si quería corte carret.

miércoles, 30 de julio de 2008

La voz


Las voces de los otros dicen que son como los ecos de las ninfas, retumban desde lejos y nos dicen algo. Sobre todo cuando se anda desorientado por ahí. Cuando todos hablan pero parece que no dijeran nada, que fuera un sonido amorfo, insoportable, que sólo deja la huella metálica de un silbido, el más ordinario de los silbidos.

Sin embargo, todavía existen voces importantes, y si alguien intentara hacer un inventario de voces, éstas irían en primer lugar. Algunas personas son portadoras de ellas. Algunas no lo saben todavía. Y otras las explotan, saben que son especiales, son entonces su mejor atributo.

Simón tenía esa voz. Una voz que se había criado en una biblioteca y junto a otras voces que hablaban con autoridad de literatura. Desde chiquita esa voz había sido alimentada con libros viejos con olor a humedad. Nunca la sacaban a pasear. Fue por eso quizá, o por otros motivos que se conformó con ser así, toda una erudita.
Simón, que tenía esa voz hablaba siempre desde lo que otros ya habían dicho. Era como una especie de eco perfeccionado, algo dicho por primera vez por alguien, suena mejor cuando otro lo repite. Esto no quiere decir necesariamente que no fuera original o que careciera de autenticidad, porque la tenía, y cómo. Sólo que había aprendido a elegir, a elegir muy bien cuando decir, o cuando repetir algo. Conocía el momento más atinado. Y sabía que cada vez que abría la boca, o al menos, la mayoría de las veces, la persona a la que ésta voz iba dirigida se sentía privilegiada y mucho más esclarecida.

Entre amigos, o la gente cercana a su círculo empezó a correrse el rumor de que escuchar a Simón hacía bien. Pero él detestaba ésta idea porque le sonaba parecido a alguna persona poseedora de un don, a alguien relacionado con lo religioso o la palabra de Dios, persona invisible que todavía no podía ver.
Él no tenía un don. Nunca lo hubiera visto así. Era su voz portadora de literatura la que se hacía escuchar. Era el sonido de su garganta llena de historias, frases y citas la que estaba en juego. Lo que sabía muy bien, y trataba de disimular muy bien también, era que para cada estado de ánimo encontraba una respuesta, o una manera de ilustrarlo con lo que las páginas le decían.
A veces sin querer estaba escuchando a su esposa quejarse y comenzaba a recitar un verso de La Chanson de Roland , quizá pensaba en la guerra, o en la dureza de la vida doméstica comparada a la crueldad medieval, no lo sabía, su voz se ubicaba en el instante y salía. No sólo Simón encontraba literatura para los estados de ánimo, además recomendaba libros que podrían ser apropiados para leerlos en ese momento. Muchas personas no leían, entonces no servía. Algunos le preguntaban por alguna película, alguna telenovela, alguna revista de moda, o incluso, algún perfume que mantuviera relación con esa sensación, pero Simón únicamente sabía de literatura.

La palidez de su rostro, sus ojeras interminables, y su mirada cansada, delataban una vida de exhaustiva lectura. La biblioteca que había heredado de su padre era el lugar donde pasaba el mayor tiempo. La gente que lo quería venía a visitarlo allí, él muy pocas veces salía, sólo de vez en cuando, a la librería de Enzo, un amigo que traía ejemplares imposibles de conseguir en otro lado. El lugar era sumamente cálido, pequeño y con olor a tinta vieja. Enzo estaba siempre sentado en un banquito bajo la escalera. Era callado y lleno de sabiduría. Con Simón se comunicaban muy bien, ambos se correspondían el deseo, uno lee lo que otro ya leyó, un placer que sólo los lectores pueden comprender.
Cuando estaba allí perdía la noción del tiempo. Le gustaba observar a la gente detenerse frente a la vidriera y contemplar los libros, con esas ganas de apropiarse de ellos, pero esa admiración duraba un instante. Era una seducción efímera que no dejaba rastro. Las personas seguían caminando con las bolsas de cartón en las manos y la mirada perdida. El libro continuaba en el estante, soberbio y disponible, lleno de futuro y abrumado por el silencio.

De vez en cuando también le acompañaba Samanta, su mujer. Una pobre y afortunada mujer que había tenido que lidiar con un hombre constituido de literatura que le hablaba de ella y la amaba con ella.

Simón con el tiempo no supo qué hacer con tanta literatura y tantos libros que hablaban sobre ella. Se cansó un poco de encontrarle respuesta a cada estado de ánimo y empezó a estar en silencio. O mejor, a no decir nada, que no es lo mismo.
Enzo lo invitó a asociarse a su librería, a trabajar juntos, pero Simón se negaba a tener que recomendar libros a la gente porque no sabía, porque había estado equivocado todo ese tiempo en que había creído que tenía una voz.

Empezó a escribir una novela, nunca había lo había hecho , siempre confió en lo escrito por los demás. Ahora temía de su propia letra, de sus manuscritos, lo inundaba la inseguridad al punto de dudar de cada palabra. Comparaba sus párrafos con los de otros autores, sin tener en cuenta que él no era escritor. Más que un trabajo individual y placentero era una competencia obsesiva con esos fantasmas que habitaban su biblioteca. Unos seres extrañamente familiares que le decían qué hacer. Un día Allan Poe le remarcaba un verbo y criticaba que no generaba terror. Otro Wilde rechazaba una prosa demasiado estilizada. Aún los domingos, cuando podría descansar de esa fallida escritura, se reunían todos en una mesa de mármol y protestaban por no haber encontrado el objetivo de su obra. ¿Escribía con un objetivo? ¿Qué era realmente, o qué había sido toda su vida?. Todo lo que Simón hacía o había hecho estaba en esa biblioteca. Simón se sentía traicionado por esas voces antiguas que lo juzgaban, él era quién los había mantenido vivos, su voz había sido el sonido de sus escritos. Y ahora, que estaba intentando hacer algo propio, no lo encontraba. No podía despegarse de lo que había leído.
Simón no podía ser escritor.
Simón era la voz de la literatura.

domingo, 6 de julio de 2008

Habían caminado ya cuatro largas cuadras, la lluvia comenzaba a rebelarse, pero ellos, sin paraguas ni abrigo no habían dejado de hablar todo el camino. Él tenía cosas de su vida que contar, en realidad era un tipo que buscaba la aventura y las cosas viejas para resucitarlas, esas que ya nadie prefería elegir. Ella lo escuchaba e intentaba todos los roces posibles, aceleraba el paso para alcanzarlo uno centímetros y sentir su remera contra el codo hacerle cosquillas. Decía cosas, también hablaba de ella y desmenuzaba detalles novedosos que pudieran sorprenderlo. Quería detenerse en algún pequeño hall donde no hubiera demasiado espacio y besarlo en silencio, pero eran ideas difusas que sólo acompañaban sus pasos mojados.
Se acercaba el momento de separarse, él a su casa, ella a la parada de su colectivo. La esquina del fin cada vez era más cercana y la gente la atravesaba apurada mientras esquivaba charcos, para ella era el trampolín al después y no quería tirarse porque sabía que luego se enfrentaría con la nada.

La lluvia los había mojado ya tanto. Él se detuvo y la saludó con un beso en la mejilla, ella también, pero antes estuvo un momento mirándolo a los ojos…Cada uno siguió su pequeño camino individual. Él se dijo “tendría que haberla besado…”, ella se dijo “no me besó… ahora viene la nada…”

viernes, 4 de julio de 2008

Ella me simpatiza

He traicionado a la vida. Me hice amiga de la muerte.

Tampoco tuve demasiadas opciones.
La cuestión empezó cuando estaba yendo a la facultad. Creo, no estoy segura, era jueves. Me acuerdo que ese día puntualmente no había tenido mucho hambre, por eso le dije a mi mamá que no me sirviera demasiado en el plato, que iba a ser al vicio.

Y uno está acostumbrado a encontrarse con todo tipo de personas… con ancianos que nos preguntan direcciones, mujeres que necesitan de nuestra atención para contarnos sus cotidianas anécdotas, seres humanos en general que nos preguntan la hora, hasta quizá, perros que nos persiguen hasta que se dan cuenta que no vamos a ningún lugar interesante, de todo eso uno está acostumbrado, pero no de cruzarse a la muerte, así, como una cosa casual y sin ceremonias…
Ese día, como iba diciendo, estaba con esa ansiedad sin explicaciones que a veces llegamos a sentir, no me esperaba nada extraño pero yo tenía el estómago cerrado y el corazón inquieto en el pecho. Se me estaba haciendo un poco tarde, como siempre, pero ésta vez era conciente. Salí a la puerta y vi que la parada estaba llena de gente, pensé que probablemente el colectivo aún no había pasado. Así que me relajé…
Cuando empecé a meterme en la multitud algo me llamó mucho la atención, alguien muy alto estaba apoyado en un cartel de kiosco y llevaba un vestido negro muy viejo, aunque mirando mejor después me di cuenta que era una túnica. No llegaba a divisarle el rostro, de la parada era la persona menos preocupada por llegar tarde, ni siquiera tenía reloj. Daba la impresión que sabía muy bien cuando tenía que irse y a dónde iba a llegar.
No le seguí prestando atención y me senté en un umbral a esperar lo que todos esperaban. Nadie en realidad se percataba de ese ser. Parecía que únicamente yo lo hubiera notado.
Pasaron casi cinco minutos cuando el sol que me calentaba las manos se fue tapando por una enorme sombra. Alguien se me acercaba. Me encerraba con su sombra, era la primera vez que una sombra tenía tanta autoridad. Levanté la cabeza y miré a ver de quién se trataba. Era ese ser de túnica negra, mirándome con cara serena, pero no humana, uno se da cuenta que está frente a una cara humana cuando sutilmente encuentra imperfecciones en las expresiones y los rasgos, la falla de la naturaleza. Pero ese ser era perfecto, no puedo decir que cercano a la divinidad, porque era oscuro y no me inspiraba paz.
Me dijo tres palabras: “Ya es hora”, yo no entendí mucho, pero supuse que me estaba diciendo que ya era hora de irme… a la facultad, de todas formas qué sabía ese ser de mí, no había suficiente lógica.
Afirmé con la cabeza creyendo que se trataba de un desquiciado y seguí con la mirada perdida. Pero no se iba. Ya no había sol que me calentara. Se hacía presente, casi impuesta en el hilo de mi devenir. Volví a mirarla o mirarlo. Y todavía ahí su cara serenamente terrorífica.


Me cansé y le pregunté qué necesitaba, “¿hay un bar cerca?” me contestó. “Si” le dije, “a la vuelta, pero para qué, no sé quién es usted y está empezando a asustarme…” lo decía mirando para todos lados a ver si alguno de los que estaban compartía mi desconcierto, pero nadie, sólo hablaba conmigo, ese era un momento invisible para los demás. “Si hay un bar, vamos, ahí podremos hablar…”, “no puedo” le dije “tengo clases, estoy llegando tarde y no voy a tomar café con desconocidos”, en ese momento su cara serena se transformó, su voz también “sé que estás llegando tarde, por eso vine a buscarte”, “¿tiene auto?” me burlé, no rió, era un ser que no reía ni manifestaba ningún signo de vitalidad.
No sé cómo acepté, no sé cómo hice lo que hice, muchas veces somos inconscientes de nuestros propios actos, y créanme, es cuando mejor nos salen las cosas.
De pronto estaba en un bar lleno de gente, con ese ser sentado frente a mi “pedíme un submarino” me dijo, al instante se acercó el mozo y me dijo “¿qué va a llevar?” como si estuviera sola, sin nadie más, cuando le pedí dos cosas me miró extraño. En ese preciso momento desperté, y me di cuenta que estaba interactuando con nadie, o mejor dicho, nadie era alguien, lo que yo estaba viendo. “No es preciso presentarme, tengo mi fama” me dijo, “como te decía, es tu hora y vengo a buscarte, ya se te está haciendo tarde y me molesta la impuntualidad”, sentí todo eso que se siente cuando se sabe la verdad, una verdad que parece disfrazada por nuestros propios miedos. Temblé, y le dije casi como una niña caprichosa “¿me voy a morir?”, tomó un sorbo de submarino y me miró, no dijo nada pero supe que dijo que si. “¡No!” grité, pero extrañamente nadie se percató, empezaba a hablar en la dimensión del silencio. “No” dije otra vez, “soy joven, amo leer y ver cine” empecé a llorar, “todavía no he conocido un verdadero amor, todavía no he viajado a dónde me gustaría, ni presencié un vuelo de nave espacial, ni le he dicho a mi perro cuánto lo quiero, ni tengo casa propia para adornar a mi gusto… todavía me queda tanto por vivir…” a la muerte se le escapó una lágrima y vi que su mirada brillaba, “¿Porqué morirme?,¿qué necesidad? ¡No tengo motivos!” supliqué. La muerte terminó el submarino y miró alrededor. “Nosotros no tenemos motivos… pero vos si muchos para vivir como veo”, de pronto sacó de un bolso que no había visto una libretita con muchas anotaciones y una birome, me miró con picardía, y me dijo “pero me dijiste que te gustaba el cine… a mí me encanta, pero cuando voy todos me miran, cuando me ven, con extrañeza, es por eso que estoy haciendo una lista de las mejores películas para verlas allá, en donde yo vivo, ¿me ayudás a hacer la lista?” en ese momento ya no parecía la muerte, sino una de esas amigas que tengo que me preguntan qué pueden ver un sábado a la noche. Encantada, qué más quería, le ayudé… se nos fue la tarde, pedimos más café. Pensé que ya no iba a morirme cuando me dijo “he pensado que podemos hacer un trato…”, no sé porqué me acordé del diablo en ese momento, pero no importa, prosiguió “yo no te llevo y espero a que puedas hacer todas esas cosas que me dijiste y más, pero… con la condición de que seas mi amiga”, acepté, una amiga extraña por cierto. Pero ahora pueden verme entrar al cine con alguien alto y vestido de negro, a veces compra pochoclo otras… elige películas de terror…

domingo, 1 de junio de 2008

Uno más

Muchas veces traté de comprender que las cosas ya están establecidas, y con un gran esfuerzo intento aprovechar lo habitual. Me resigno a los cambios, me conformo con imaginarlos. Estuve así de tranquila hasta que conocí a Mariano…
Iba yo por la vereda caminando y contando las baldosas cuando me lo encontré. Era alto y sereno. Por un momento pensé que podría legar a ser mudo o extranjero porque me resultaba imposible que pudiera hablar.

Así nos fuimos conociendo muy de a poco. Mariano tenía a gran capacidad de escuchar, en realidad era lo único que hacía, y nos entendíamos muy bien, las palabras no hacían falta. Nos empezamos a manejar con señas… sí, con señas, aunque a veces intervenía alguna que otra notita escrita para comunicarnos…
De hecho los gestos son mucho más románticos, creo yo, tienen la música del silencio y eso ambienta mucho mejor la escena.

Nos fuimos a vivir juntos, y hacíamos todos juntos, él hasta se cambió de carrera para estar conmigo.
Pero la verdad… no he dicho algunas cosas… las obvié porque me preocupa mucho…no, no estaba todo tan bien como dije, ni yo estaba tan segura… había algo que me molestaba y se interponía todo el tiempo entre nosotros… su sombra. Cuando la conocí me propuse aceptarla, sabía que iba a estar ahí presente todo el tiempo, hasta pensé que podía funcionar de mediadora cuando nos peleáramos, pero después, fue metiéndose demasiado en el asunto…
Empecé a sentirme perseguida, nunca teníamos un momento a solas. Sólo podía lograr que se fuera cuando apagábamos la luz. Hubiera dado cualquier cosa para vivir nuestro amor a plena oscuridad.
La convivencia de a tres se hizo insoportable, día tras día vivía pendiente de esa figura oscura que se dibujaba luego Mariano, me daba vergüenza mostrarme como era, y hasta empecé a sentir que estaba en presencia de dos extraños.

Mariano con sus gestos habituales me abrazaba pensando que no lo quería más, pero no era eso…
Un día me desperté y decidí deshacerme de ese estorbo. Probé muchas maneras, muchas eh?, pinté el piso de la casa de color negro, llevé a Mariano a hacerse ver con un especialista en dobles, pero nada, cada vez que pensaba que todo había terminado otra vez ese intruso. Intenté, bah, no pude, pero suena mejor decir que si, enamorarme de esa sombra, aunque no funcionó, no me gustan los hombres dependientes…
Mariano se fue. Sí, de un día para el otro. Me dejó o tal vez nos dejó porque no se llevó su sombra, no sé si ella se quiso quedar. Estuvo conmigo un tiempo, la ignoraba, pero ella firma en donde mi amado hubiera estado.

Una noche, cuando volvía de trabajar, entré a casa y encontré la sala oscura, había una mesa, dos velas dibujadas en la pared y nuestras sombras juntas sentadas de la mano.Todavía estoy pensando si Mariano se fue realmente

viernes, 30 de mayo de 2008

El sentido de las palabras

Ya no sabían a dónde llevarla. Finalmente terminó ahí, a donde todos terminan cuando ya no tienen remedio.
Una casona enorme, vieja, rodeada de árboles que la cobijaban pero no se comprometían a protegerla eternamente. Por esa casa habían pasado familias, viejos, burgueses, caballeros descontextualizados, mujeres que se reconocían afortunadas y algunos, muy pocos, señores que estaban de paso y muy apurados, porque la vida no les era suficiente para agradecer que respiraban. Todo eso había sido la mansión y ahora era un loquero.
La disposición arquitectónica había cambiado, digamos que todo seguía en su lugar, pero los internos salían por todos lados, la puerta ya no servía, ahora también funcionaban las ventanas, y algunos huecos que habían hecho los años en las paredes. Existía todo el orden del mundo y ninguno, y bajo ésta gran oposición los locos se habían criado como nuevos niños que habían sido paridos por la locura y ahora estaban aprendiendo a ser cada día menos cuerdos.

Una tardecita fresca, llena de misterio y de magia, llegó Rafaela a su nuevo hogar. La trajo su padre, con miedo y dolor, pero con el resentimiento como estandarte. Los últimos días la chica había estado debajo de la cama sin comer ni dormir. Habían pasado dos años desde el día en que renunció a la lógica del tiempo. Su vida tuvo un giro y creó un mundo propio, casi un sub. –mundo, se olvidó de lo que conocía y estaba acostumbrada y empezó a buscar en el lenguaje de lo desconocido algo que la encontrara como era. Se desconectó, se desenchufó, se fue y no.
Sus padres, preocupadísimos, habían hecho todo tipo de consulta, pero nunca cerca de lo real, siempre lejos. Trastornos neurológicos, patologías de todo tipo, padecimientos nerviosos. Entonces curanderos por doquier, médicos serios y comprometidos, señoras que tiran las cartas y no hablan, yuyos, pastillas azules y rojas, jarabes de la abuela. Todo eso, todo ese tiempo, todo ese dinero, toda esa preocupación, pero a la vez nada, nada porque nunca se atrevieron a pronunciar la palabra correcta, la única, locura. Nadie tuvo el coraje de decirles a esos rostros pálidos y perdidos, “su hija está loca”. Fue por eso, que cuando ya agotaron todo tipo de pruebas, hubo un silencio, y vino la verdad, dicen que la trae la ausencia de palabras, el pensamiento de los otros. “Sí, a Rafaela hay que internarla, y después va a estar mejor. Total la vamos a ir a visitar”.

Por todo eso fue a parar a La Mansión, recomendada por un terapeuta retirado. El último tiempo la muchacha sólo había repetido una y otra vez la misma frase, en distintos tonos y con diversos matices de voz: “Es preciso que te pregunte porqué cada día que me levanto te digo ¿hasta donde llegaré?”. Jugaba con esas palabras y las decía en distintas posiciones y con todo tipo de gestos, parecía que inventaba una especie de monólogo actuado una y otra vez. Parecía que exigía un público, parecía, porque lo decía en serio.
Y con esa frase se despidió de su padre cuando la dejó en la puerta del loquero. Y sonó a adiós, porque la voz tenía un declive y eso indicaba despedida, como todo sonido que se agota.
Si no hubiera sido por el registro en el formulario de internos, nadie habría sabido su nombre.
Rafaela anduvo las primeras semanas caminando sola por el parque, con la mirada al piso y las manos enlazadas en la espalda, como si buscara algo, pero como si fuera conciente también que no lo encontraría nunca.
A la frase la repetía cada media hora aproximadamente, el gran problema era cuando la gritaba en plena noche y despertaba a los demás. El primer tiempo los médicos no terminaban de diagnosticar del todo a Rafaela, las juntas eran comentarios inútiles y libros clínicos con demasiado contenido para algo tan incierto. En realidad su enfermedad no tenía nombre, digamos que no era una enfermedad, digamos que por eso tenía una explicación.
Cuando Gustavo, o el doctor Pereyra, tomó el caso se vio ante un desafío. Gustavo nunca había querido ser psiquiatra, en realidad la carrera le había interesado porque podría sumergirse en las personas, él siempre había dicho que el hombre tiene dos dimensiones, una externa y otra interna, y que ambas se retroalimentan. La dimensión interna era la más interesante porque no era compartida por todos, por lo tanto era desconocida, era una adivinanza, la adivinanza de la humanidad.
Entonces, cuando se hizo cargo de Rafaela, casi por ósmosis porque los médicos ya habían agotado toda posibilidad, pensó en su teoría, se imaginó de veinte años y lleno de dudas. La conoció y estuvo a su lado como un amigo, caminaba a la par aunque ella no lo notara, le sonreía cuando ella lo miraba, la abrazaba y la quería. Y trascendió, así trascendió la dureza del profesionalismo y llegó a la frontera de su silencio. Tuvo la posibilidad que nadie tuvo. Comprender lo que quería decir a través de lo que no decía.
Rafaela comenzó a conectarse, lentamente con el mundo, en realidad con una parte de él, con la zona de los gestos, con el color de los movimientos, con el andar habitual de la gente.

Gustavo pasaba horas sentado frente suyo al lado de un enorme ventanal, sin esperar que hablara, sin escuchar nada más que esa frase de vez en cuando. Él había descubierto que existía una sinfonía silenciosa, casi calculada, que siempre se repetía de la misma manera y siempre decía lo mismo. Y él era el espectador que Rafaela buscaba, el que no necesitaba conocer el origen de la obra.
Un día, el doctor Pereyra entró al cuarto de su paciente mientras ella cenaba con sus compañeros. Tuvo el ímpetu de estar entre sus cosas, de ir tras su olor, de encontrar el aura de su existencia en el aire. Y de ver sus objetos, creía que éstos eran la extensión de uno mismo, porque se los elige, se los prefiere y muchas veces nos reemplazan. Sentándose en su cama, toda destendida y llena de papeles, encontró un libro abierto, marcado insistentemente en una página, con algunos raros símbolos en los márgenes. Leyó con atención esa frase predilecta, y por un momento flotó en el aire, se sintió grande, majestuoso, único por haber descubierto un sentido, un único sentido. La frase era la misma que Rafaela repetía siempre, el libro era una tragedia griega de Sófocles, Los Siete contra Tebas, y quién la decía era el coro. Ese hallazgo permitió que uniera todos esos fragmentos que desde el comienzo había analizado por separado con pocas esperanzas de unirlos y darles un significado. Hasta sintió que esa habitación estaba más ordenada.

Ahora Gustavo está sentado en su escritorio escribiendo. Todos ya se han ido a dormir. Rafaela también, a su cama.
Termina la página y está decidido a firmar para darle final a su escrito, me veo en el atrevimiento de transcribirles un fragmento del párrafo:
“(…) y muchas personas toman distintas formas, algunos se disfrazan, otros se esconden, otros cantan. Rafaela actuó, actuó su vida resumida en una frase, la frase de la tragedia”

martes, 6 de mayo de 2008

La dimensión del placer


Mientras algunas olas terminaban de chocar y volver a su origen, las personas más desprevenidas seguían tendidas en la arena aunque el sol las humillara. Todo era como siempre, o no.
Un pueblo solo y extraño, soberbio por estar aliado al mar, había sido olvidado en los mapas, en los planos, y hasta en los comentarios turísticos de la gente. Nadie lo conocía. Sólo los que vivían en él, y como nunca se movían del lugar no contagiaban de su belleza a los extranjeros. El nombre no era atractivo, “Pejerrey”, pero sus habitantes se habían acostumbrado a nombrarlo con gracia.
Lo hermoso de Pejerrey era que siempre uno podía andar ligero de ropa, casi no se conocía el frío, ni los escalofríos que produce la brisa de la tarde, era por eso que había como una especie de seducción instalada entre los fragmentos de cuerpo desnudo que se encontraban desprevenidos, un hombro, una pierna y toda una fantasía.

No pasaban demasiadas cosas en éste pueblo, tal vez ninguna, las alteraciones cotidianas eran a puerta cerradas.
Había toda una rutina fija en la vida de la gente, casi insoportable, pero así como no se cuestionaban las obligaciones, tampoco se renunciaba al placer. Un momento del día estaba destinado a esto. La siesta. En realidad éste lujo se lo daban los hombres, los maridos agotados, porque ellos eran los que salían de la casa, los que “ponían el lomo” como solían decir con comida en la boca y violencia en la cena a sus mujeres. Ellas se dedicaban a lo que antiguamente hacía el cuerpo femenino, cocinar, limpiar, lavar y dar amor por las noches, aunque no lo sintieran. Había un grave problema con el género, pero a nadie le preocupaba. Los hijos, los niños, digamos, los chiquitos, venían ansiosos del colegio para almorzar e irse a la playa, ahí estaban toda la tarde. Parecía que los hubiera traído al mundo el mismo mar, con el impulso y la fuerza que produce cuando moja la arena, sólo que llegaba un poquito más allá. Hasta las camas de sus madres jadeantes.
Las mujeres a la siesta, no dormían, colgaban la ropa, era el único momento de sociabilización que tenían, los patios no estaban tapiados entonces una podía hablar con la otra, del tiempo, o de lo sucios que estaban los pantalones antes de lavarlos y lo efectivo que es a veces un jabón en polvo. No importa de qué, pero hablaban. Muchas no tenían ropa que colgar de tan limpia que estaba, entonces salían al patio y decían que todavía se encontraba en el lavarropa, pero mientras tanto tenía que guardar lugar en la soga, y todas se reían, y eso era placer.
Los hombres, solos y cansados, terminaban de comer y se ponían a ver televisión, las pantuflas y la bata eran imprescindibles, los almohadones mullidos en sus espaldas vitales, la radio prendida con algún partido de turno no podía funcionar si no era junto a la televisión prendida, había como una especie de sinfonía necesaria entre esos dos ruidos, no se escuchaban ninguna de las dos cosas, pero ellos sonreían y se relajaban.

El sábado 3 de agosto a las tres de la tarde algo sucedió en Pejerrey.
Ese día todos estaban más cansados que nunca, no deseaban más el placer como en ese momento. Ya los chicos habían salido para la playa y sólo había quedado el silencio. Las mujeres salían a los patios a colgar la ropa, los hombres se disponían a ver televisión, pero antes buscar sus pantuflas y ponerse la bata. El momento estaba por ser, pero sin embargo… un grito grueso inundó el caserío del pueblo. La gente que caminaba por las veredas se detuvo, las esposas que recién salían a los patios también. Un hombre no tenía su televisor, ni su sillón, ni sus pantuflas, tampoco la radio. Pero esto no era lo único. Una de las mujeres encontró el patio vacío, pelado, sin sogas para colgar ropa, las demás también, todas se vieron en la misma situación, no tendrían motivo de convocatoria. El hombre que gritaba pensó que se trataba de un gran robo en su casa, salió corriendo entonces hacia fuera, para comunicárselo a los vecinos, encontró que todos los hombres estaban en sus veredas con el mismo problema. A todos les había pasado lo mismo. Por un momento no encontraron escapatoria, por primera vez todos se miraron.

La ausencia de los objetos trajo la ausencia del placer. Las personas no supieron que hacer, empezaron a reaccionar y a comportarse distinto. Ahora había grupos de hombres desconcertados conversando en las esquinas, algunas mujeres también se sumaban con ropa mojada en las manos. El misterio los unía, a todos les había pasado lo mismo.
Pasó el sábado, y el domingo y el lunes, y muchos días más, pero nadie encontraba lo perdido, ni tampoco a algún posible culpable.
Se empezaron a hacer reuniones en las casas, y a formar como grupos o infantilmente denominados patrullas, donde organizaban maneras de buscar sus objetos distribuyéndose en horarios para buscar por el pueblo. Algunos hombres tuvieron que pedir días en su lugar de trabajo porque no les alcanzaba el tiempo y las mujeres descuidaron la casa y pedían comida a domicilio.

Toda ésta hermosa situación de cooperación duró algo más de un mes. Las personas involucradas en ella hasta olvidaron la causa porque en esas reuniones que realizaban también se generaban charlas anecdóticas, hablaban más del pueblo que nunca, y hablaban de ellas mismas también.

El miércoles 10 de septiembre a las cuatro de la tarde un grito fino invadió el pueblo. Todos salieron, ésta vez conociéndose muy bien y teniendo comentarios para hacerse. Una mujer pedía a gritos desde la playa que se acercaran todos, que bajaran hacia la costa inmediatamente. Sin pensarlo, la mitad del pueblo se dirigió hacia semejante llamado. Una enorme ronda de gente ya estaba formada, y en un extremo, la mujer que gritaba pedía que se acercaran hacia una gran montaña de piedras amontonadas. Uno de los hombres, sin resistir más la intriga se apresuró a correrlas con fuerza, y gritó: “¡acá hay un televisor!”, todos emocionados se acercaron rápidamente, y empezaron a aparecer televisores, pantuflas, almohadones, batas, radios, sogas de ropa. Nadie podía comprender de lo que se trataba. Estaban en la misma situación de desconcierto que cuando los perdieron de vista.
En ese mismo instante, de uno de los caminitos que bajaban a la playa apareció corriendo un chico agitadísimo, se detuvo y vio la escena pasmado, por detrás de él se sumaron otros más y de repente una multitud de chicos estuvieron mirando inmovilizados. Los grandes, o los padres, se les acercaron, y les quisieron contar lo que acababan de ver. Pero no se sorprendieron. Confesaron. Como los niños tienen esa pureza extrema que los hace volcarse a la verdad, era imposible que siguieran callando.
La desaparición de los objetos había sido obra de ellos. Tomaron la determinación de esconderlos porque no podían comprender cómo la gente grande había perdido la dimensión del placer. Cómo era posible que sólo a través de ropa mojada sus madres pudieran reírse, o como con un montón de sonidos aturdidores sus padres disfrutaran en soledad. Cansados, y tristes de esto planearon ponerlos a prueba. Estaban seguros de que tendrían que reunirse, hablar, porque a todos les había pasado lo mismo. Uno de ellos eligió la playa porque los adultos nunca iban al mar ni mucho menos se llenaban los pies de arena. Y no lo comprendían.
Luego de éste comentario, los mayores no supieron qué decir. Nadie retó a nadie. No hubo penitencias. No hubo ganas de llevar los televisores a sus respectivas casas. Todos estaban muy entretenidos conversando, había mucho para charlar.

jueves, 24 de abril de 2008

Al negro...


Nos dejaste las lágrimas, las lágrimas que tantas veces habían sido de tanto reírnos con tus ocurrencias…
Me acuerdo de esa mirada, y jamás se me va a escapar de la memoria, esa mirada que mantuviste cuando te pedí que me dibujaras a Mendieta en el libro de mi viejo, y vos te estabas yendo, todos ya se habían ido. Y vos mirando fijo la hoja en blanco, deliberando qué hacer, cómo responderle al tiempo porque había alguien que te pedía que dibujaras, que impresionaras apoyando ese fibrón en el papel y vaya a saber uno qué tan igual sería a como siempre se lo veía en la parte de atrás de los diarios. Sonreíste y dijiste “bueno, dame”, garabateaste mágicamente en unos minutos una figura preciosa, y te burlaste de los otros y de esos relojes pulsera que llevaban los hombres apurados caminando por la vereda. Yo me dije, “Pucha, qué piola es éste negro”, y de eso te juro, no me voy a olvidar…

Tampoco me voy a olvidar de las carcajadas que les sacabas a mis viejos cuando se acordaban de tus cuentos y yo era chica y no entendía dónde estaba la gracia, pero me hacía bien escucharlos porque todo era un poco más hermoso.
Ni quiero olvidarme de la importante marca que dejaste, así, con lo improvisado que eras, en la vida de las personas. Vos no te proponías pasar a la posteridad, te gustaba hablar de las cosas que pasaban y reírte en lo posible de lo absurdas que eran. Vos aparecías en cualquier parte, nadie te anunciaba, porque andabas por el borde del camino, y si te cruzabas con alguien lo saludabas y hasta lo invitabas a tomar un café. Y así, de tan simplón que eras todos te querían más todavía.
Todo lo que hacías lo hacías con un cariño de padre, y si me equivoco es probable que me haya dejado llevar por el aprecio que te tiene Inodoro.
Bastaba ver las fotos en las que salías dibujando en tu tablero, bastaba observar esa mirada tierna y brillante que proyectabas en el papel mientras te salían las ideas así a borbotones, llenas de luces y de colores. Por eso digo Negro, y no miento, que las cosas que hacías las hacías de verdad con amor. Y eso suena como tonto o simple, pero es complicado que suceda en la mayoría, viste. Por ahí algunos se suman a los intereses, o ven el provecho o el lucro que pueden encontrar en una idea propia, y me parece que no la disfrutan, ni la explotan, la venden. Vos en cambio, estabas ahí, para transmitirla. El dibujo estaba lleno de vos. No lo digo por que lo hayas hecho, sino porque veíamos a Fontanarrosa en cada trazo. También había una especie de intertextualidad en lo que hacías, porque todo se relacionaba, todo hacía que recurriéramos a lo que habías dicho, aún así no fuera lo más genial. Aún lo hubieras dicho sin ningún sentido.

Cuando te moriste y estábamos todos tristes de verdad, un periodista dijo que vos ibas a tener el privilegio de la inmortalidad, porque ibas a vivir en cada libro y en cada palabra. Qué hubieras pensado vos de todo esto, cómo te hubieras reído, negro.
Pero dejanos pensar eso, ché… uno necesita un consuelo, que lo parió…

¡¡¡¡¡¡¡El negro a la posteridad!!!!!!

lunes, 14 de abril de 2008


Piedras

Tanto vivir entre piedras,

yo creí que conversaban.

Voces no he sentido nunca

pero el alma no me engaña.


Algún algo han de tener,

aunque parescan calladas.

No en vano ha llenado Dios

de secretos la montaña.


Algo se dicen las piedras.

A mí no me engaña el alma.

Temblor, sombra o qué sé yo,

igual que si conversaran.


Ah, si pudiera algún día

vivir así, sin palabras


Atahualpa Yupanqui

lunes, 21 de enero de 2008


El refugio de los que dicen

Nadie sabía que todavía quedaba un lugar donde no se decía nada.
Ese lugar se llamaba “Guarida de Santa Esperanza”, era un pueblo mínimo, insignificante, llano y sobre todo, era un pueblo callado, había una música permanente, la del viento.

Sus escasos habitantes hablaban lo necesario, se comunicaban entre sí, pero en sus casas. Cuando salían se quedaban mudos, como petrificados, sólo caminaban y se dirigían a los lugares que debían ir. Las personas no tenían deseos, no las movían más que sus acciones habituales y los pocos proyectos existentes pertenecían a los planes para el día siguiente.
Ninguno se quejaba, a nadie le parecía que algo andaba mal, todos estaban convencidos que eso era la vida.

El origen de ese lugar se remontaba a la época en que algunos inmigrantes italianos decidieron hacerse un espacio propio y entonces comenzaron a construir algunos caseríos que más tarde se convirtieron en pequeños barrios y que nunca fueron más que eso, casas viejas. Podría decirse que la gente heredaba ese carácter taciturno, sin embargo no hay posible coincidencia ya que es sabido, los italianos son efusivos y habladores por naturaleza. Algo había pasado, en algún momento.

Hubo un pequeño cambio. Ambrosio.
Ambrosio cambió un poco la perspectiva del lugar cuando fundó la biblioteca “Libros Nuestros”. Empezó desde abajo, adaptó su garaje con algunas repisas y con los libros que siempre había tenido armó una especie de convocatoria literaria para quiénes quisieran tomar por prestado algunas historias ajenas. El primer tiempo no fue nadie.
Ambrosio se frustró mucho. Era un hombre solitario y como no hablaba con nadie y nadie hablaba con él, no se enteraban del rico espacio que ofrecía, sin saberlo ni siquiera él mismo, estaba revolucionando de cierta manera la miseria del pueblo.
Dejó de confiar en que alguien iría alguna vez a su biblioteca y también en el cartel que con tanto cariño había pintado aquella tarde en el patio de su casa bajo la parra, donde se leía el título que había pensado ponerle.
Un día recibió dinero de una vieja indemnización que ya había olvidado y tuvo posibilidad de ampliar su casa. Entonces agrandó esa biblioteca. Pasó de ser un simple garaje a una gran sala que abarcaba el living comedor y parte de la vieja cocina, ya que ahora él habitaba en el piso de arriba. Compró más repisas y más libros en Buenos Aires, algunas personas que hablaban y mucho, le recomendaron títulos diversos y varios autores olvidados que eran realmente buenos. Él pensó en resucitarlos, y cuando lo hizo, sintió una sensación parecida al amor.
Aprendió también, que era necesario empezar a hablar, aunque nadie estuviera dispuesto a escucharlo.

Así empezó a recorrer los almacenes (que eran tres), a sonreírle a los dueños, a acariciar las cabezas de los chicos que estaban sentados en los cordones de las veredas jugando solos con palitos, a guiñarles el ojo a las solteronas, a darles la mano a los hombres de su edad hasta parecer un amigo. Ambrosio estaba construyendo redes, porque en Buenos Aires le habían dicho que las personas llevan a otras personas y a otras cosas, y que si uno se queda solo y callado no habrá ningún puente posible.
Una vez que construyó pseudo relaciones empezó a publicitar su biblioteca, nadie leía ni había leído alguna vez. Cuando hablaba con pasión de su lugar, la mayoría lo miraba extrañado y le palpaba el hombro en señal de lástima o compasión.
Sin embargo, a pesar de decepciones era necesario descubrir la esencia de la gente, saber qué le gustaba, la literatura no podía ser rechazada por todo el mundo, era bellísima, pensó.

Un viernes Ambrosio fue al almacén de Agustín, el hombre triste detrás del mostrador, nada podía describirlo mejor. Y mientras hacía una especie de cola esperando su turno, encontró escondida detrás de algunas propagandas pegadas en la pared, una hoja amarillenta en la que se llegaba a leer “Bib”, corrió las que la estaban tapando y descubrió la propaganda de una antigua Biblioteca en ese pueblo, el cartel decía en su totalidad lo siguiente: “Biblioteca Esperanza, grandes títulos, hágase socio y lleve dos libros por uno”, su impresión fue tan grande que salió despavorido del almacén perdiendo unos billetes por el camino. De ese acontecimiento no habrían pasado veinte años.
Ambrosio llegó a su casa y encontró en la puerta una pareja joven sentada en el umbral. Les preguntó quiénes eran. Ellos habían leído el cartel uno de esos días al pasar y decidieron ver de qué se trataba. A los dos les gustaba leer y la chica guardaba unos libros de su abuela. Ambrosio más que eufórico les abrió la puerta y los hizo pasar a su lugar. A los jóvenes no les alcanzaban las manos para sacar libros de la repisa, se sentaron sin pedir permiso en los sillones de pana azul que Ambrosio había puesto con la idea de que se sentaran a leer el tiempo que quisieran. De vez en cuando secreteaban cosas, y él creyó siempre bien, creyó que ahora su biblioteca crecería.
Unos meses después un grupo reducido de personas se hizo habitué de la biblioteca “Libros Nuestros”. Iban dos veces por semana y como no sucede en ninguna otra biblioteca que exista, hablaban en voz alta y comentaban lo que leían. La gente se hacía amiga, se reía y conversaba.

Afuera seguía estando el silencio, adentro, en la biblioteca de Ambrosio, la gente tenía algo para decir.


AMOR DE TARDE



Es una lástima que no estés conmigo cuando miro el reloj y son las cuatro y acabo la planilla y pienso diez minutos y estiro las piernas como todas las tardes y hago así con los hombros para aflojar la espalda y me doblo los dedos y les saco mentiras.
Es una lástima que no estés conmigo cuando miro el reloj y son las cinco y soy una manija que calcula intereses o dos manos que saltan sobre cuarenta teclas o un oído que escucha como ladra el teléfono o un tipo que hace números y les saca verdades.
Es una lástima que no estés conmigo cuando miro el reloj y son las seis. Podrías acercarte de sorpresa y decirme "¿Qué tal?" y quedaríamos yo con la mancha roja de tus labios tú con el tizne azul de mi carbónico

Mario Benedetti