martes, 26 de julio de 2011

Todavía


Aún el mundo no era una mentira. Los viejos estaban seguros de que el tiempo había cambiado pero todavía quedaba algo de luz en su conciencia, lo sabían cuando miraban el sol y les dolían los ojos. Los niños de esas cosas no saben y mucho menos los recién nacidos que confían ciegamente en el amanecer desde sus cunas.

Nada era como antes, y eso desesperaba a los acostumbrados que miraban siempre por la misma ventana, ahora el horizonte estaba más cerca porque podía divisarse fácilmente sin el estorbo de los viejos edificios que habían caído a pedazos hacía unos días sin la culpa de cuestionar a la historia. Entre los escombros que algunos saltaban para pasar y llegar rápido a sus casas antes de que el aire contaminado los asfixiara, todavía quedaban los fragmentos de graffiti que los jóvenes escribían en las noches de verano. Y si había muertos la vida todavía seguía rondando por las calles sin interés de desprenderse de los recuerdos. Las cosas sucedieron como siempre, el día menos pensado a la hora en que todos saben que habrá otra, el enigma de todos los adivinos era ahora la realidad, ya nadie se preguntaba nada porque las respuestas habían invadido la ciudad. El silencio sonaba de cerca y se inmiscuía por las puertas de las casas callando a las familias asustadas que no sabían hasta cuando resistirían la verdad. Ningún gobernador supo decir nada porque el ser humano tiene sus límites y esta vez se trataba de especies y de naturaleza. Entonces se veían por las veredas sucias y las esquinas destartaladas caras que no decían nada porque ya estaba todo dicho, la gente caminaba con sus máscaras de gas como si el paraíso fueran esos centímetros de oxígeno y hubiera que defenderlo hasta el último momento.

Con el pasar de los días la ciudad se iba erosionando como un montículo pequeño de arena, el cielo cada mañana anunciaba un color distinto y una especie de apocalipsis inocente se asomaba a la tarde cuando ya todos sabían que perderían un poco más de lo que había. Algunos decidieron irse a falta de explicaciones científicas o sociales, los que tenían dónde, los otros, los que creían que morirían en esas casas con el olor del almuerzo, esperaban en sus sillones mirando telarañas alguna sorpresa del destino, como la que decían las etiquetas de chocolate de su infancia, cuando los kiosqueros todavía le guiñaban el ojo a los niños. Poco a poco fue siendo costumbre y se adaptaron a lo imprevisible, ahora ya nada se parecía a lo anterior, siempre un cambio, una novedad, que ya no sorprendía a nadie, porque estaban preparados.
De esos edificios que habían caído ruidosamente al suelo en alguna madrugada imprevista, aún quedaba uno de pie. El cine.
El arquitecto antipático que había diseñado los planos hacía mucho tiempo tuvo razón al decir que su estructura nunca se derrumbaría, estaba atada a la tierra, porque creía en las raíces de las cosas y daba por sentado que pertenecer a un lugar lo hace eterno. Entonces el Cine Nacional, con su antigüedad a cuestas y miles de películas descubiertas, aún las del director más introvertido, seguía existiendo. No se había roto ni un solo vidrio, salvo el polvillo en el hall y la sala producto de las explosiones, pero el cuidador sabía muy bien disimularlo con una barrida media hora antes de la función. La gente que aún vivía y había ido siempre, casi como un ritual del atardecer, continuaba yendo fielmente con su bono de promoción roto en algunas esquinas, sobreviviente en los armarios. Ver películas era lo único que unía aún un tiempo que había sido con algo que estaba sucediendo de modo inexplicable, era la lógica necesaria para que los habitantes y amantes del cine no perdieran conexión con lo real o no cayeran en la locura frente a la ausencia de razones. Por eso, el vendedor de entradas sabía que muchos de los habitúes llegaban tristes y perdidos, con lágrimas a punto de desvanecerse en el piso, y les sonreía como si todo fuera simple y llevadero. Entonces esa gente suspiraba un poco, no del todo, y al traspasar la puerta sabía que se encontraría con el mundo que había sido alguna vez, con el olor que reconocían más allá de la pólvora y con las caras que alguna vez se habían encontrado distraídamente en algún receso de invierno detrás del humo de cigarrillo. El proyectorista, que había sobrevivido al derrumbe de su casa por estar en el cine, tenía la orden de subir el volumen al máximo cuando comenzaba la película de modo que nadie pudiera escuchar los ruidos de afuera ni hacer asociaciones que los trasladaran a su angustiante realidad. La selección de películas era estricta, no precisamente evasivas porque esa idea resultaba relajante y anestesiar mentes no era la función del cine, sino de lo contrario generar submundos, abrir una puerta pequeña donde entrara la imaginación que todos habían suspendido. Por ese motivo algunas historias europeas donde las abuelas se sentaban con sus nietos en los jardines a narrar anécdotas servían porque en el público se despertaban los recuerdos de una infancia pasada y la frescura les colmaba la existencia por unas horas; las grandes familias italianas almorzando en una mesa y hablando al mismo tiempo también, porque alguna vez ellos tuvieron una. Otra opción eran las películas orientales llenas de silencios con casas espaciosas y señoritas japonesas vestidas con quimonos coloridos, cuyas enormes flores quedaban suspendidas en las retinas de la gente por más de un día y medio. Todo eso lograba la felicidad, el asomo del ser que somos, el intento de seguir siendo.

Esa noche, después de haber salido del cine y esquivado algunos escombros, ellos podían soñar.

lunes, 7 de febrero de 2011

La misma historia

Todos pueden darse cuenta de la rutina, de hecho se vive de esa manera y cuando surge algún cambio no hay manera de pensarlo sólo como algo extraordinario.

Sara no tenía ese problema. Su vida había estado llena de cosas simples siempre, madre, padre, hermanos, mascotas, novio, esposo, hijos, nietos, pero por ser simples no eran menos importantes para ella. Ahora había llegado a su vejez, diferente a otras mujeres, la aceptó con mucha alegría a pesar de que en un principio encontró las arrugas en su rostro como surcos injustos en la piel, con el tiempo los asimiló y comprendió que en realidad podían ser senderos para recorrer su cuerpo, una excursión por el tiempo.

Mientras los oficinistas se lavantaban todos los días a la misma hora y comían las mismas tostadas, mientras las amas de casa despertaban a los hijos de la misma manera y les daban los mismos consejos, mientras los perros buscaban el hueso que nunca encontrarían y los guardias llegaban a sus casas a dormir cuando el sol salía, Sara siempre leía el mismo libro. Desde que sus hijos habían decidido dejarla sola para darle oportunidad al azar y a la naturalidad de las cosas, ella construyó un mundo. Es fácil convencerse de uno mismo cuando no hay nadie que diga lo contrario, es mucho más simple ser libre ante los objetos conocidos y la experiencia de haber vivido con ellos. No era lo mismo el antiguo geriátrico resignado del tiempo y cuidandose de la muerte que su casa. Allí estaba ella una vez más y las fotografías de los que no estaban confirmandole la vida, el aroma viejo de la comida que hizo algún domingo familiar dando vueltas por el aire, las plantas más cuidadas que nunca y el gato durmiendo sobre la cama.

De la enorme biblioteca en la que sus hijos sacaron alguna vez enciclopedias para los exámenes Sara había elegido un sólo libro para leer. Sin demasiados criterios al respecto, una señal quizá, un pequeño resquicio de su memoria la llevó a descubrirlo, el color o el dibujo en la tapa, esa niña con trenzas y sonrisa franca que sostenía en sus manos un pájaro a punto de escapársele, a unos centímetros estaba la libertad, pero el libro era pequeño para representarlo. Comenzó a leerlo cada día con devoción, se había convertido en su ocupación más presiada, en el motivo de su vida, y ya nada le importaba tanto como tenerlo cerca. Lo que nadie sabía y mucho menos los oficinistas, las amas de casa, los perros y los guardias, era que siempre leía la misma página, más precisamente la primera. Sara no tenía memoria desde hacía tiempo, poco a poco se le escapaban los recuerdos como el pájaro de la niña de la tapa, ya no reconocía a nadie y mucho menos a ella misma. Sí se acordaba de sus cosas y de la importancia de conservarlas.

Por eso la historia del libro era nueva cada día y comenzaba una y otra vez, el entusiasmo se renovaba porque cuando no retenemos nada, todo puede sorprendernos. Ante cualquier pastilla de color, Sara había encontrado una razón real para darle sentido a sus días. Toda esa vida que acumulaba en los senderos de su cuerpo estaba ahora justificada en la literatura y a pesar de que jamás había leido un libro de ese modo parecía que ese era el recurso de siempre para reinventarse.

Afuera había quedado un mundo que recordaba lo que al otro día debía hacer, Sara no recordaba lo que había hecho dos minutos antes ni lo que haría dos minutos después, sí sabía que el libro la esperaba sobre la mesa del living con esa niña que estaba a punto de dejar volar un pájaro, y para ella, eso era la libertad