viernes, 30 de mayo de 2008

El sentido de las palabras

Ya no sabían a dónde llevarla. Finalmente terminó ahí, a donde todos terminan cuando ya no tienen remedio.
Una casona enorme, vieja, rodeada de árboles que la cobijaban pero no se comprometían a protegerla eternamente. Por esa casa habían pasado familias, viejos, burgueses, caballeros descontextualizados, mujeres que se reconocían afortunadas y algunos, muy pocos, señores que estaban de paso y muy apurados, porque la vida no les era suficiente para agradecer que respiraban. Todo eso había sido la mansión y ahora era un loquero.
La disposición arquitectónica había cambiado, digamos que todo seguía en su lugar, pero los internos salían por todos lados, la puerta ya no servía, ahora también funcionaban las ventanas, y algunos huecos que habían hecho los años en las paredes. Existía todo el orden del mundo y ninguno, y bajo ésta gran oposición los locos se habían criado como nuevos niños que habían sido paridos por la locura y ahora estaban aprendiendo a ser cada día menos cuerdos.

Una tardecita fresca, llena de misterio y de magia, llegó Rafaela a su nuevo hogar. La trajo su padre, con miedo y dolor, pero con el resentimiento como estandarte. Los últimos días la chica había estado debajo de la cama sin comer ni dormir. Habían pasado dos años desde el día en que renunció a la lógica del tiempo. Su vida tuvo un giro y creó un mundo propio, casi un sub. –mundo, se olvidó de lo que conocía y estaba acostumbrada y empezó a buscar en el lenguaje de lo desconocido algo que la encontrara como era. Se desconectó, se desenchufó, se fue y no.
Sus padres, preocupadísimos, habían hecho todo tipo de consulta, pero nunca cerca de lo real, siempre lejos. Trastornos neurológicos, patologías de todo tipo, padecimientos nerviosos. Entonces curanderos por doquier, médicos serios y comprometidos, señoras que tiran las cartas y no hablan, yuyos, pastillas azules y rojas, jarabes de la abuela. Todo eso, todo ese tiempo, todo ese dinero, toda esa preocupación, pero a la vez nada, nada porque nunca se atrevieron a pronunciar la palabra correcta, la única, locura. Nadie tuvo el coraje de decirles a esos rostros pálidos y perdidos, “su hija está loca”. Fue por eso, que cuando ya agotaron todo tipo de pruebas, hubo un silencio, y vino la verdad, dicen que la trae la ausencia de palabras, el pensamiento de los otros. “Sí, a Rafaela hay que internarla, y después va a estar mejor. Total la vamos a ir a visitar”.

Por todo eso fue a parar a La Mansión, recomendada por un terapeuta retirado. El último tiempo la muchacha sólo había repetido una y otra vez la misma frase, en distintos tonos y con diversos matices de voz: “Es preciso que te pregunte porqué cada día que me levanto te digo ¿hasta donde llegaré?”. Jugaba con esas palabras y las decía en distintas posiciones y con todo tipo de gestos, parecía que inventaba una especie de monólogo actuado una y otra vez. Parecía que exigía un público, parecía, porque lo decía en serio.
Y con esa frase se despidió de su padre cuando la dejó en la puerta del loquero. Y sonó a adiós, porque la voz tenía un declive y eso indicaba despedida, como todo sonido que se agota.
Si no hubiera sido por el registro en el formulario de internos, nadie habría sabido su nombre.
Rafaela anduvo las primeras semanas caminando sola por el parque, con la mirada al piso y las manos enlazadas en la espalda, como si buscara algo, pero como si fuera conciente también que no lo encontraría nunca.
A la frase la repetía cada media hora aproximadamente, el gran problema era cuando la gritaba en plena noche y despertaba a los demás. El primer tiempo los médicos no terminaban de diagnosticar del todo a Rafaela, las juntas eran comentarios inútiles y libros clínicos con demasiado contenido para algo tan incierto. En realidad su enfermedad no tenía nombre, digamos que no era una enfermedad, digamos que por eso tenía una explicación.
Cuando Gustavo, o el doctor Pereyra, tomó el caso se vio ante un desafío. Gustavo nunca había querido ser psiquiatra, en realidad la carrera le había interesado porque podría sumergirse en las personas, él siempre había dicho que el hombre tiene dos dimensiones, una externa y otra interna, y que ambas se retroalimentan. La dimensión interna era la más interesante porque no era compartida por todos, por lo tanto era desconocida, era una adivinanza, la adivinanza de la humanidad.
Entonces, cuando se hizo cargo de Rafaela, casi por ósmosis porque los médicos ya habían agotado toda posibilidad, pensó en su teoría, se imaginó de veinte años y lleno de dudas. La conoció y estuvo a su lado como un amigo, caminaba a la par aunque ella no lo notara, le sonreía cuando ella lo miraba, la abrazaba y la quería. Y trascendió, así trascendió la dureza del profesionalismo y llegó a la frontera de su silencio. Tuvo la posibilidad que nadie tuvo. Comprender lo que quería decir a través de lo que no decía.
Rafaela comenzó a conectarse, lentamente con el mundo, en realidad con una parte de él, con la zona de los gestos, con el color de los movimientos, con el andar habitual de la gente.

Gustavo pasaba horas sentado frente suyo al lado de un enorme ventanal, sin esperar que hablara, sin escuchar nada más que esa frase de vez en cuando. Él había descubierto que existía una sinfonía silenciosa, casi calculada, que siempre se repetía de la misma manera y siempre decía lo mismo. Y él era el espectador que Rafaela buscaba, el que no necesitaba conocer el origen de la obra.
Un día, el doctor Pereyra entró al cuarto de su paciente mientras ella cenaba con sus compañeros. Tuvo el ímpetu de estar entre sus cosas, de ir tras su olor, de encontrar el aura de su existencia en el aire. Y de ver sus objetos, creía que éstos eran la extensión de uno mismo, porque se los elige, se los prefiere y muchas veces nos reemplazan. Sentándose en su cama, toda destendida y llena de papeles, encontró un libro abierto, marcado insistentemente en una página, con algunos raros símbolos en los márgenes. Leyó con atención esa frase predilecta, y por un momento flotó en el aire, se sintió grande, majestuoso, único por haber descubierto un sentido, un único sentido. La frase era la misma que Rafaela repetía siempre, el libro era una tragedia griega de Sófocles, Los Siete contra Tebas, y quién la decía era el coro. Ese hallazgo permitió que uniera todos esos fragmentos que desde el comienzo había analizado por separado con pocas esperanzas de unirlos y darles un significado. Hasta sintió que esa habitación estaba más ordenada.

Ahora Gustavo está sentado en su escritorio escribiendo. Todos ya se han ido a dormir. Rafaela también, a su cama.
Termina la página y está decidido a firmar para darle final a su escrito, me veo en el atrevimiento de transcribirles un fragmento del párrafo:
“(…) y muchas personas toman distintas formas, algunos se disfrazan, otros se esconden, otros cantan. Rafaela actuó, actuó su vida resumida en una frase, la frase de la tragedia”

martes, 6 de mayo de 2008

La dimensión del placer


Mientras algunas olas terminaban de chocar y volver a su origen, las personas más desprevenidas seguían tendidas en la arena aunque el sol las humillara. Todo era como siempre, o no.
Un pueblo solo y extraño, soberbio por estar aliado al mar, había sido olvidado en los mapas, en los planos, y hasta en los comentarios turísticos de la gente. Nadie lo conocía. Sólo los que vivían en él, y como nunca se movían del lugar no contagiaban de su belleza a los extranjeros. El nombre no era atractivo, “Pejerrey”, pero sus habitantes se habían acostumbrado a nombrarlo con gracia.
Lo hermoso de Pejerrey era que siempre uno podía andar ligero de ropa, casi no se conocía el frío, ni los escalofríos que produce la brisa de la tarde, era por eso que había como una especie de seducción instalada entre los fragmentos de cuerpo desnudo que se encontraban desprevenidos, un hombro, una pierna y toda una fantasía.

No pasaban demasiadas cosas en éste pueblo, tal vez ninguna, las alteraciones cotidianas eran a puerta cerradas.
Había toda una rutina fija en la vida de la gente, casi insoportable, pero así como no se cuestionaban las obligaciones, tampoco se renunciaba al placer. Un momento del día estaba destinado a esto. La siesta. En realidad éste lujo se lo daban los hombres, los maridos agotados, porque ellos eran los que salían de la casa, los que “ponían el lomo” como solían decir con comida en la boca y violencia en la cena a sus mujeres. Ellas se dedicaban a lo que antiguamente hacía el cuerpo femenino, cocinar, limpiar, lavar y dar amor por las noches, aunque no lo sintieran. Había un grave problema con el género, pero a nadie le preocupaba. Los hijos, los niños, digamos, los chiquitos, venían ansiosos del colegio para almorzar e irse a la playa, ahí estaban toda la tarde. Parecía que los hubiera traído al mundo el mismo mar, con el impulso y la fuerza que produce cuando moja la arena, sólo que llegaba un poquito más allá. Hasta las camas de sus madres jadeantes.
Las mujeres a la siesta, no dormían, colgaban la ropa, era el único momento de sociabilización que tenían, los patios no estaban tapiados entonces una podía hablar con la otra, del tiempo, o de lo sucios que estaban los pantalones antes de lavarlos y lo efectivo que es a veces un jabón en polvo. No importa de qué, pero hablaban. Muchas no tenían ropa que colgar de tan limpia que estaba, entonces salían al patio y decían que todavía se encontraba en el lavarropa, pero mientras tanto tenía que guardar lugar en la soga, y todas se reían, y eso era placer.
Los hombres, solos y cansados, terminaban de comer y se ponían a ver televisión, las pantuflas y la bata eran imprescindibles, los almohadones mullidos en sus espaldas vitales, la radio prendida con algún partido de turno no podía funcionar si no era junto a la televisión prendida, había como una especie de sinfonía necesaria entre esos dos ruidos, no se escuchaban ninguna de las dos cosas, pero ellos sonreían y se relajaban.

El sábado 3 de agosto a las tres de la tarde algo sucedió en Pejerrey.
Ese día todos estaban más cansados que nunca, no deseaban más el placer como en ese momento. Ya los chicos habían salido para la playa y sólo había quedado el silencio. Las mujeres salían a los patios a colgar la ropa, los hombres se disponían a ver televisión, pero antes buscar sus pantuflas y ponerse la bata. El momento estaba por ser, pero sin embargo… un grito grueso inundó el caserío del pueblo. La gente que caminaba por las veredas se detuvo, las esposas que recién salían a los patios también. Un hombre no tenía su televisor, ni su sillón, ni sus pantuflas, tampoco la radio. Pero esto no era lo único. Una de las mujeres encontró el patio vacío, pelado, sin sogas para colgar ropa, las demás también, todas se vieron en la misma situación, no tendrían motivo de convocatoria. El hombre que gritaba pensó que se trataba de un gran robo en su casa, salió corriendo entonces hacia fuera, para comunicárselo a los vecinos, encontró que todos los hombres estaban en sus veredas con el mismo problema. A todos les había pasado lo mismo. Por un momento no encontraron escapatoria, por primera vez todos se miraron.

La ausencia de los objetos trajo la ausencia del placer. Las personas no supieron que hacer, empezaron a reaccionar y a comportarse distinto. Ahora había grupos de hombres desconcertados conversando en las esquinas, algunas mujeres también se sumaban con ropa mojada en las manos. El misterio los unía, a todos les había pasado lo mismo.
Pasó el sábado, y el domingo y el lunes, y muchos días más, pero nadie encontraba lo perdido, ni tampoco a algún posible culpable.
Se empezaron a hacer reuniones en las casas, y a formar como grupos o infantilmente denominados patrullas, donde organizaban maneras de buscar sus objetos distribuyéndose en horarios para buscar por el pueblo. Algunos hombres tuvieron que pedir días en su lugar de trabajo porque no les alcanzaba el tiempo y las mujeres descuidaron la casa y pedían comida a domicilio.

Toda ésta hermosa situación de cooperación duró algo más de un mes. Las personas involucradas en ella hasta olvidaron la causa porque en esas reuniones que realizaban también se generaban charlas anecdóticas, hablaban más del pueblo que nunca, y hablaban de ellas mismas también.

El miércoles 10 de septiembre a las cuatro de la tarde un grito fino invadió el pueblo. Todos salieron, ésta vez conociéndose muy bien y teniendo comentarios para hacerse. Una mujer pedía a gritos desde la playa que se acercaran todos, que bajaran hacia la costa inmediatamente. Sin pensarlo, la mitad del pueblo se dirigió hacia semejante llamado. Una enorme ronda de gente ya estaba formada, y en un extremo, la mujer que gritaba pedía que se acercaran hacia una gran montaña de piedras amontonadas. Uno de los hombres, sin resistir más la intriga se apresuró a correrlas con fuerza, y gritó: “¡acá hay un televisor!”, todos emocionados se acercaron rápidamente, y empezaron a aparecer televisores, pantuflas, almohadones, batas, radios, sogas de ropa. Nadie podía comprender de lo que se trataba. Estaban en la misma situación de desconcierto que cuando los perdieron de vista.
En ese mismo instante, de uno de los caminitos que bajaban a la playa apareció corriendo un chico agitadísimo, se detuvo y vio la escena pasmado, por detrás de él se sumaron otros más y de repente una multitud de chicos estuvieron mirando inmovilizados. Los grandes, o los padres, se les acercaron, y les quisieron contar lo que acababan de ver. Pero no se sorprendieron. Confesaron. Como los niños tienen esa pureza extrema que los hace volcarse a la verdad, era imposible que siguieran callando.
La desaparición de los objetos había sido obra de ellos. Tomaron la determinación de esconderlos porque no podían comprender cómo la gente grande había perdido la dimensión del placer. Cómo era posible que sólo a través de ropa mojada sus madres pudieran reírse, o como con un montón de sonidos aturdidores sus padres disfrutaran en soledad. Cansados, y tristes de esto planearon ponerlos a prueba. Estaban seguros de que tendrían que reunirse, hablar, porque a todos les había pasado lo mismo. Uno de ellos eligió la playa porque los adultos nunca iban al mar ni mucho menos se llenaban los pies de arena. Y no lo comprendían.
Luego de éste comentario, los mayores no supieron qué decir. Nadie retó a nadie. No hubo penitencias. No hubo ganas de llevar los televisores a sus respectivas casas. Todos estaban muy entretenidos conversando, había mucho para charlar.