Ya no sabían a dónde llevarla. Finalmente terminó ahí, a donde todos terminan cuando ya no tienen remedio.
Una casona enorme, vieja, rodeada de árboles que la cobijaban pero no se comprometían a protegerla eternamente. Por esa casa habían pasado familias, viejos, burgueses, caballeros descontextualizados, mujeres que se reconocían afortunadas y algunos, muy pocos, señores que estaban de paso y muy apurados, porque la vida no les era suficiente para agradecer que respiraban. Todo eso había sido la mansión y ahora era un loquero.
La disposición arquitectónica había cambiado, digamos que todo seguía en su lugar, pero los internos salían por todos lados, la puerta ya no servía, ahora también funcionaban las ventanas, y algunos huecos que habían hecho los años en las paredes. Existía todo el orden del mundo y ninguno, y bajo ésta gran oposición los locos se habían criado como nuevos niños que habían sido paridos por la locura y ahora estaban aprendiendo a ser cada día menos cuerdos.
Una tardecita fresca, llena de misterio y de magia, llegó Rafaela a su nuevo hogar. La trajo su padre, con miedo y dolor, pero con el resentimiento como estandarte. Los últimos días la chica había estado debajo de la cama sin comer ni dormir. Habían pasado dos años desde el día en que renunció a la lógica del tiempo. Su vida tuvo un giro y creó un mundo propio, casi un sub. –mundo, se olvidó de lo que conocía y estaba acostumbrada y empezó a buscar en el lenguaje de lo desconocido algo que la encontrara como era. Se desconectó, se desenchufó, se fue y no.
Sus padres, preocupadísimos, habían hecho todo tipo de consulta, pero nunca cerca de lo real, siempre lejos. Trastornos neurológicos, patologías de todo tipo, padecimientos nerviosos. Entonces curanderos por doquier, médicos serios y comprometidos, señoras que tiran las cartas y no hablan, yuyos, pastillas azules y rojas, jarabes de la abuela. Todo eso, todo ese tiempo, todo ese dinero, toda esa preocupación, pero a la vez nada, nada porque nunca se atrevieron a pronunciar la palabra correcta, la única, locura. Nadie tuvo el coraje de decirles a esos rostros pálidos y perdidos, “su hija está loca”. Fue por eso, que cuando ya agotaron todo tipo de pruebas, hubo un silencio, y vino la verdad, dicen que la trae la ausencia de palabras, el pensamiento de los otros. “Sí, a Rafaela hay que internarla, y después va a estar mejor. Total la vamos a ir a visitar”.
Por todo eso fue a parar a La Mansión, recomendada por un terapeuta retirado. El último tiempo la muchacha sólo había repetido una y otra vez la misma frase, en distintos tonos y con diversos matices de voz: “Es preciso que te pregunte porqué cada día que me levanto te digo ¿hasta donde llegaré?”. Jugaba con esas palabras y las decía en distintas posiciones y con todo tipo de gestos, parecía que inventaba una especie de monólogo actuado una y otra vez. Parecía que exigía un público, parecía, porque lo decía en serio.
Y con esa frase se despidió de su padre cuando la dejó en la puerta del loquero. Y sonó a adiós, porque la voz tenía un declive y eso indicaba despedida, como todo sonido que se agota.
Si no hubiera sido por el registro en el formulario de internos, nadie habría sabido su nombre.
Rafaela anduvo las primeras semanas caminando sola por el parque, con la mirada al piso y las manos enlazadas en la espalda, como si buscara algo, pero como si fuera conciente también que no lo encontraría nunca.
A la frase la repetía cada media hora aproximadamente, el gran problema era cuando la gritaba en plena noche y despertaba a los demás. El primer tiempo los médicos no terminaban de diagnosticar del todo a Rafaela, las juntas eran comentarios inútiles y libros clínicos con demasiado contenido para algo tan incierto. En realidad su enfermedad no tenía nombre, digamos que no era una enfermedad, digamos que por eso tenía una explicación.
Cuando Gustavo, o el doctor Pereyra, tomó el caso se vio ante un desafío. Gustavo nunca había querido ser psiquiatra, en realidad la carrera le había interesado porque podría sumergirse en las personas, él siempre había dicho que el hombre tiene dos dimensiones, una externa y otra interna, y que ambas se retroalimentan. La dimensión interna era la más interesante porque no era compartida por todos, por lo tanto era desconocida, era una adivinanza, la adivinanza de la humanidad.
Entonces, cuando se hizo cargo de Rafaela, casi por ósmosis porque los médicos ya habían agotado toda posibilidad, pensó en su teoría, se imaginó de veinte años y lleno de dudas. La conoció y estuvo a su lado como un amigo, caminaba a la par aunque ella no lo notara, le sonreía cuando ella lo miraba, la abrazaba y la quería. Y trascendió, así trascendió la dureza del profesionalismo y llegó a la frontera de su silencio. Tuvo la posibilidad que nadie tuvo. Comprender lo que quería decir a través de lo que no decía.
Rafaela comenzó a conectarse, lentamente con el mundo, en realidad con una parte de él, con la zona de los gestos, con el color de los movimientos, con el andar habitual de la gente.
Gustavo pasaba horas sentado frente suyo al lado de un enorme ventanal, sin esperar que hablara, sin escuchar nada más que esa frase de vez en cuando. Él había descubierto que existía una sinfonía silenciosa, casi calculada, que siempre se repetía de la misma manera y siempre decía lo mismo. Y él era el espectador que Rafaela buscaba, el que no necesitaba conocer el origen de la obra.
Un día, el doctor Pereyra entró al cuarto de su paciente mientras ella cenaba con sus compañeros. Tuvo el ímpetu de estar entre sus cosas, de ir tras su olor, de encontrar el aura de su existencia en el aire. Y de ver sus objetos, creía que éstos eran la extensión de uno mismo, porque se los elige, se los prefiere y muchas veces nos reemplazan. Sentándose en su cama, toda destendida y llena de papeles, encontró un libro abierto, marcado insistentemente en una página, con algunos raros símbolos en los márgenes. Leyó con atención esa frase predilecta, y por un momento flotó en el aire, se sintió grande, majestuoso, único por haber descubierto un sentido, un único sentido. La frase era la misma que Rafaela repetía siempre, el libro era una tragedia griega de Sófocles, Los Siete contra Tebas, y quién la decía era el coro. Ese hallazgo permitió que uniera todos esos fragmentos que desde el comienzo había analizado por separado con pocas esperanzas de unirlos y darles un significado. Hasta sintió que esa habitación estaba más ordenada.
Ahora Gustavo está sentado en su escritorio escribiendo. Todos ya se han ido a dormir. Rafaela también, a su cama.
Termina la página y está decidido a firmar para darle final a su escrito, me veo en el atrevimiento de transcribirles un fragmento del párrafo:
“(…) y muchas personas toman distintas formas, algunos se disfrazan, otros se esconden, otros cantan. Rafaela actuó, actuó su vida resumida en una frase, la frase de la tragedia”
viernes, 30 de mayo de 2008
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