martes, 6 de mayo de 2008

La dimensión del placer


Mientras algunas olas terminaban de chocar y volver a su origen, las personas más desprevenidas seguían tendidas en la arena aunque el sol las humillara. Todo era como siempre, o no.
Un pueblo solo y extraño, soberbio por estar aliado al mar, había sido olvidado en los mapas, en los planos, y hasta en los comentarios turísticos de la gente. Nadie lo conocía. Sólo los que vivían en él, y como nunca se movían del lugar no contagiaban de su belleza a los extranjeros. El nombre no era atractivo, “Pejerrey”, pero sus habitantes se habían acostumbrado a nombrarlo con gracia.
Lo hermoso de Pejerrey era que siempre uno podía andar ligero de ropa, casi no se conocía el frío, ni los escalofríos que produce la brisa de la tarde, era por eso que había como una especie de seducción instalada entre los fragmentos de cuerpo desnudo que se encontraban desprevenidos, un hombro, una pierna y toda una fantasía.

No pasaban demasiadas cosas en éste pueblo, tal vez ninguna, las alteraciones cotidianas eran a puerta cerradas.
Había toda una rutina fija en la vida de la gente, casi insoportable, pero así como no se cuestionaban las obligaciones, tampoco se renunciaba al placer. Un momento del día estaba destinado a esto. La siesta. En realidad éste lujo se lo daban los hombres, los maridos agotados, porque ellos eran los que salían de la casa, los que “ponían el lomo” como solían decir con comida en la boca y violencia en la cena a sus mujeres. Ellas se dedicaban a lo que antiguamente hacía el cuerpo femenino, cocinar, limpiar, lavar y dar amor por las noches, aunque no lo sintieran. Había un grave problema con el género, pero a nadie le preocupaba. Los hijos, los niños, digamos, los chiquitos, venían ansiosos del colegio para almorzar e irse a la playa, ahí estaban toda la tarde. Parecía que los hubiera traído al mundo el mismo mar, con el impulso y la fuerza que produce cuando moja la arena, sólo que llegaba un poquito más allá. Hasta las camas de sus madres jadeantes.
Las mujeres a la siesta, no dormían, colgaban la ropa, era el único momento de sociabilización que tenían, los patios no estaban tapiados entonces una podía hablar con la otra, del tiempo, o de lo sucios que estaban los pantalones antes de lavarlos y lo efectivo que es a veces un jabón en polvo. No importa de qué, pero hablaban. Muchas no tenían ropa que colgar de tan limpia que estaba, entonces salían al patio y decían que todavía se encontraba en el lavarropa, pero mientras tanto tenía que guardar lugar en la soga, y todas se reían, y eso era placer.
Los hombres, solos y cansados, terminaban de comer y se ponían a ver televisión, las pantuflas y la bata eran imprescindibles, los almohadones mullidos en sus espaldas vitales, la radio prendida con algún partido de turno no podía funcionar si no era junto a la televisión prendida, había como una especie de sinfonía necesaria entre esos dos ruidos, no se escuchaban ninguna de las dos cosas, pero ellos sonreían y se relajaban.

El sábado 3 de agosto a las tres de la tarde algo sucedió en Pejerrey.
Ese día todos estaban más cansados que nunca, no deseaban más el placer como en ese momento. Ya los chicos habían salido para la playa y sólo había quedado el silencio. Las mujeres salían a los patios a colgar la ropa, los hombres se disponían a ver televisión, pero antes buscar sus pantuflas y ponerse la bata. El momento estaba por ser, pero sin embargo… un grito grueso inundó el caserío del pueblo. La gente que caminaba por las veredas se detuvo, las esposas que recién salían a los patios también. Un hombre no tenía su televisor, ni su sillón, ni sus pantuflas, tampoco la radio. Pero esto no era lo único. Una de las mujeres encontró el patio vacío, pelado, sin sogas para colgar ropa, las demás también, todas se vieron en la misma situación, no tendrían motivo de convocatoria. El hombre que gritaba pensó que se trataba de un gran robo en su casa, salió corriendo entonces hacia fuera, para comunicárselo a los vecinos, encontró que todos los hombres estaban en sus veredas con el mismo problema. A todos les había pasado lo mismo. Por un momento no encontraron escapatoria, por primera vez todos se miraron.

La ausencia de los objetos trajo la ausencia del placer. Las personas no supieron que hacer, empezaron a reaccionar y a comportarse distinto. Ahora había grupos de hombres desconcertados conversando en las esquinas, algunas mujeres también se sumaban con ropa mojada en las manos. El misterio los unía, a todos les había pasado lo mismo.
Pasó el sábado, y el domingo y el lunes, y muchos días más, pero nadie encontraba lo perdido, ni tampoco a algún posible culpable.
Se empezaron a hacer reuniones en las casas, y a formar como grupos o infantilmente denominados patrullas, donde organizaban maneras de buscar sus objetos distribuyéndose en horarios para buscar por el pueblo. Algunos hombres tuvieron que pedir días en su lugar de trabajo porque no les alcanzaba el tiempo y las mujeres descuidaron la casa y pedían comida a domicilio.

Toda ésta hermosa situación de cooperación duró algo más de un mes. Las personas involucradas en ella hasta olvidaron la causa porque en esas reuniones que realizaban también se generaban charlas anecdóticas, hablaban más del pueblo que nunca, y hablaban de ellas mismas también.

El miércoles 10 de septiembre a las cuatro de la tarde un grito fino invadió el pueblo. Todos salieron, ésta vez conociéndose muy bien y teniendo comentarios para hacerse. Una mujer pedía a gritos desde la playa que se acercaran todos, que bajaran hacia la costa inmediatamente. Sin pensarlo, la mitad del pueblo se dirigió hacia semejante llamado. Una enorme ronda de gente ya estaba formada, y en un extremo, la mujer que gritaba pedía que se acercaran hacia una gran montaña de piedras amontonadas. Uno de los hombres, sin resistir más la intriga se apresuró a correrlas con fuerza, y gritó: “¡acá hay un televisor!”, todos emocionados se acercaron rápidamente, y empezaron a aparecer televisores, pantuflas, almohadones, batas, radios, sogas de ropa. Nadie podía comprender de lo que se trataba. Estaban en la misma situación de desconcierto que cuando los perdieron de vista.
En ese mismo instante, de uno de los caminitos que bajaban a la playa apareció corriendo un chico agitadísimo, se detuvo y vio la escena pasmado, por detrás de él se sumaron otros más y de repente una multitud de chicos estuvieron mirando inmovilizados. Los grandes, o los padres, se les acercaron, y les quisieron contar lo que acababan de ver. Pero no se sorprendieron. Confesaron. Como los niños tienen esa pureza extrema que los hace volcarse a la verdad, era imposible que siguieran callando.
La desaparición de los objetos había sido obra de ellos. Tomaron la determinación de esconderlos porque no podían comprender cómo la gente grande había perdido la dimensión del placer. Cómo era posible que sólo a través de ropa mojada sus madres pudieran reírse, o como con un montón de sonidos aturdidores sus padres disfrutaran en soledad. Cansados, y tristes de esto planearon ponerlos a prueba. Estaban seguros de que tendrían que reunirse, hablar, porque a todos les había pasado lo mismo. Uno de ellos eligió la playa porque los adultos nunca iban al mar ni mucho menos se llenaban los pies de arena. Y no lo comprendían.
Luego de éste comentario, los mayores no supieron qué decir. Nadie retó a nadie. No hubo penitencias. No hubo ganas de llevar los televisores a sus respectivas casas. Todos estaban muy entretenidos conversando, había mucho para charlar.

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