miércoles, 12 de noviembre de 2008

La ciudad a cuerda


Ernesto terminaba de hablar y las gotitas de saliva todavía volaban hacia el micrófono. Una multitud desconcertada lo seguía mirando pero él ya no iba a decir más nada. Se fue sin saludar y dejó olvidado un folleto de su campaña sobre el escritorio.
La prensa, la gente, la televisión, hasta el cine no sabían qué hacer. El viento sonaba soberbio en la avenida y los autos aceleraban a bocinazos queriendo llegar primeros a alguna parte.
Ernesto tomó su pastilla de la siesta y se durmió en la habitación del hotel. La ciudad explotaba pero le era indiferente.

Aparecía la duda, la gente empezaba a dudar, todos titubeaban. Un segundo antes los había movido la seguridad automática de vivir pendientes de una sola cosa, la hora. En este momento, en este preciso instante, nadie sabía cómo seguir.
Ernesto, el presidente, declaró que a partir de hoy la hora se atrasaría dos más y que nadie podía resistirse al cambio. Quienes lo hicieran serían inmediatamente trasladados al exterior y no tendrían posibilidad de regresar a su país nunca más. Una pauta rabiosa y susceptible a la revolución, pero no existía nadie que se animara, los habitantes habían crecido sumisos y llenos de cadenas que los ataban al estado. La normativa no tenía ninguna razón de ser, había sido un capricho de Ernesto, “una necesidad didáctica” como le decía.

El verdadero conflicto no consistía en la orden del presidente. La gente estaba atemorizada, casi horrorizada de que las cosas dejaran de ser como eran. Les espantaba la idea de perder el control sobre el tiempo. Por eso, cuando Ernesto terminó de hablar y las gotitas de saliva seguían mojando el micrófono, una mujer gritó desde la ventana, un viejo empezó a correr despavorido, y un ejecutivo cruzó la calle corriendo y perdió el maletín en el camino. Ahora qué iban a hacer, el sol los desafiaría, la oscuridad iba a invadir la sala cuando todavía nadie estuviera durmiendo.
Durante un mes nadie hizo nada. Los comercios no abrían, la gente no trabajaba, algunos ni siquiera se despertaban, porque no habían dormido nada. Todos pensaban.
Era triste ver las avenidas vacías, las persianas bajas, los candados puestos como perpetuando la melancolía. Sólo papelitos dando vueltas de vez en cuando sobre las veredas, algún auto estacionado. Y el silencio, el insoportable silencio. Muchos filósofos que se habían muerto decían que una reacción inexistente produce un escenario vacío para la opinión. Eso era precisamente lo que sucedía. Como nadie se expresaba los periodistas no tenían trabajo, los medios estaban en suspenso, de vez en cuando en algún programa aparecía un locutor ojeroso que relataba un partido de fútbol.
Las cosas se estaban llenando de telarañas.

A Ernesto nada le importaba. Él siempre había vivido en función de los medicamentos, de la artificialidad, ni siquiera su sueño era legítimo, como tenía tanto poder podía controlar hasta la hora en que se cobijaba bajo las colchas. Era él en contra de un país acostumbrado al orden, al orden que no los hacía pensar.
Graciela, su secretaría de entera confianza, también se había cansado de ese desorden social, un caos que nadie aprovechaba para renovar la vida, para invertir ese ritmo insoportable en el que siempre habían vivido. Borges, un autor que algunos literatos devenidos en empresarios habían leído, decía que la teoría del caos permite al hombre elegir entre múltiples opciones, y que siempre se queda con una. Las demás, en alguna parte, de alguna manera y en algún momento, se están relacionando entre si, cuando otros las eligen. Esta red que teje el caos nadie la había comenzado, a nadie le interesaba empezar a plantearse una opción, las cadenas los seguían atando.

La gente más adelante se empezó a habituar, pero se manejaban con mucha más liviandad que antes. Ahora deambulaban indiferentes en las calles con la mancha blanca del reloj pulsera que alguna vez tuvieron en la muñeca, la hora ya no importaba, no tenían a dónde llegar a tiempo. No se miraban entre si, no dialogaban. La ciudad se había convertido en una gran casa de desconocidos.
Y como ahora, todos estaban sumados a un ritmo extraño, Ernesto se sintió como antes, inmerso en esa nada de la que había tratado de huir al cambiar las cosas. Claramente no fue un capricho…