martes, 26 de julio de 2011

Todavía


Aún el mundo no era una mentira. Los viejos estaban seguros de que el tiempo había cambiado pero todavía quedaba algo de luz en su conciencia, lo sabían cuando miraban el sol y les dolían los ojos. Los niños de esas cosas no saben y mucho menos los recién nacidos que confían ciegamente en el amanecer desde sus cunas.

Nada era como antes, y eso desesperaba a los acostumbrados que miraban siempre por la misma ventana, ahora el horizonte estaba más cerca porque podía divisarse fácilmente sin el estorbo de los viejos edificios que habían caído a pedazos hacía unos días sin la culpa de cuestionar a la historia. Entre los escombros que algunos saltaban para pasar y llegar rápido a sus casas antes de que el aire contaminado los asfixiara, todavía quedaban los fragmentos de graffiti que los jóvenes escribían en las noches de verano. Y si había muertos la vida todavía seguía rondando por las calles sin interés de desprenderse de los recuerdos. Las cosas sucedieron como siempre, el día menos pensado a la hora en que todos saben que habrá otra, el enigma de todos los adivinos era ahora la realidad, ya nadie se preguntaba nada porque las respuestas habían invadido la ciudad. El silencio sonaba de cerca y se inmiscuía por las puertas de las casas callando a las familias asustadas que no sabían hasta cuando resistirían la verdad. Ningún gobernador supo decir nada porque el ser humano tiene sus límites y esta vez se trataba de especies y de naturaleza. Entonces se veían por las veredas sucias y las esquinas destartaladas caras que no decían nada porque ya estaba todo dicho, la gente caminaba con sus máscaras de gas como si el paraíso fueran esos centímetros de oxígeno y hubiera que defenderlo hasta el último momento.

Con el pasar de los días la ciudad se iba erosionando como un montículo pequeño de arena, el cielo cada mañana anunciaba un color distinto y una especie de apocalipsis inocente se asomaba a la tarde cuando ya todos sabían que perderían un poco más de lo que había. Algunos decidieron irse a falta de explicaciones científicas o sociales, los que tenían dónde, los otros, los que creían que morirían en esas casas con el olor del almuerzo, esperaban en sus sillones mirando telarañas alguna sorpresa del destino, como la que decían las etiquetas de chocolate de su infancia, cuando los kiosqueros todavía le guiñaban el ojo a los niños. Poco a poco fue siendo costumbre y se adaptaron a lo imprevisible, ahora ya nada se parecía a lo anterior, siempre un cambio, una novedad, que ya no sorprendía a nadie, porque estaban preparados.
De esos edificios que habían caído ruidosamente al suelo en alguna madrugada imprevista, aún quedaba uno de pie. El cine.
El arquitecto antipático que había diseñado los planos hacía mucho tiempo tuvo razón al decir que su estructura nunca se derrumbaría, estaba atada a la tierra, porque creía en las raíces de las cosas y daba por sentado que pertenecer a un lugar lo hace eterno. Entonces el Cine Nacional, con su antigüedad a cuestas y miles de películas descubiertas, aún las del director más introvertido, seguía existiendo. No se había roto ni un solo vidrio, salvo el polvillo en el hall y la sala producto de las explosiones, pero el cuidador sabía muy bien disimularlo con una barrida media hora antes de la función. La gente que aún vivía y había ido siempre, casi como un ritual del atardecer, continuaba yendo fielmente con su bono de promoción roto en algunas esquinas, sobreviviente en los armarios. Ver películas era lo único que unía aún un tiempo que había sido con algo que estaba sucediendo de modo inexplicable, era la lógica necesaria para que los habitantes y amantes del cine no perdieran conexión con lo real o no cayeran en la locura frente a la ausencia de razones. Por eso, el vendedor de entradas sabía que muchos de los habitúes llegaban tristes y perdidos, con lágrimas a punto de desvanecerse en el piso, y les sonreía como si todo fuera simple y llevadero. Entonces esa gente suspiraba un poco, no del todo, y al traspasar la puerta sabía que se encontraría con el mundo que había sido alguna vez, con el olor que reconocían más allá de la pólvora y con las caras que alguna vez se habían encontrado distraídamente en algún receso de invierno detrás del humo de cigarrillo. El proyectorista, que había sobrevivido al derrumbe de su casa por estar en el cine, tenía la orden de subir el volumen al máximo cuando comenzaba la película de modo que nadie pudiera escuchar los ruidos de afuera ni hacer asociaciones que los trasladaran a su angustiante realidad. La selección de películas era estricta, no precisamente evasivas porque esa idea resultaba relajante y anestesiar mentes no era la función del cine, sino de lo contrario generar submundos, abrir una puerta pequeña donde entrara la imaginación que todos habían suspendido. Por ese motivo algunas historias europeas donde las abuelas se sentaban con sus nietos en los jardines a narrar anécdotas servían porque en el público se despertaban los recuerdos de una infancia pasada y la frescura les colmaba la existencia por unas horas; las grandes familias italianas almorzando en una mesa y hablando al mismo tiempo también, porque alguna vez ellos tuvieron una. Otra opción eran las películas orientales llenas de silencios con casas espaciosas y señoritas japonesas vestidas con quimonos coloridos, cuyas enormes flores quedaban suspendidas en las retinas de la gente por más de un día y medio. Todo eso lograba la felicidad, el asomo del ser que somos, el intento de seguir siendo.

Esa noche, después de haber salido del cine y esquivado algunos escombros, ellos podían soñar.

lunes, 7 de febrero de 2011

La misma historia

Todos pueden darse cuenta de la rutina, de hecho se vive de esa manera y cuando surge algún cambio no hay manera de pensarlo sólo como algo extraordinario.

Sara no tenía ese problema. Su vida había estado llena de cosas simples siempre, madre, padre, hermanos, mascotas, novio, esposo, hijos, nietos, pero por ser simples no eran menos importantes para ella. Ahora había llegado a su vejez, diferente a otras mujeres, la aceptó con mucha alegría a pesar de que en un principio encontró las arrugas en su rostro como surcos injustos en la piel, con el tiempo los asimiló y comprendió que en realidad podían ser senderos para recorrer su cuerpo, una excursión por el tiempo.

Mientras los oficinistas se lavantaban todos los días a la misma hora y comían las mismas tostadas, mientras las amas de casa despertaban a los hijos de la misma manera y les daban los mismos consejos, mientras los perros buscaban el hueso que nunca encontrarían y los guardias llegaban a sus casas a dormir cuando el sol salía, Sara siempre leía el mismo libro. Desde que sus hijos habían decidido dejarla sola para darle oportunidad al azar y a la naturalidad de las cosas, ella construyó un mundo. Es fácil convencerse de uno mismo cuando no hay nadie que diga lo contrario, es mucho más simple ser libre ante los objetos conocidos y la experiencia de haber vivido con ellos. No era lo mismo el antiguo geriátrico resignado del tiempo y cuidandose de la muerte que su casa. Allí estaba ella una vez más y las fotografías de los que no estaban confirmandole la vida, el aroma viejo de la comida que hizo algún domingo familiar dando vueltas por el aire, las plantas más cuidadas que nunca y el gato durmiendo sobre la cama.

De la enorme biblioteca en la que sus hijos sacaron alguna vez enciclopedias para los exámenes Sara había elegido un sólo libro para leer. Sin demasiados criterios al respecto, una señal quizá, un pequeño resquicio de su memoria la llevó a descubrirlo, el color o el dibujo en la tapa, esa niña con trenzas y sonrisa franca que sostenía en sus manos un pájaro a punto de escapársele, a unos centímetros estaba la libertad, pero el libro era pequeño para representarlo. Comenzó a leerlo cada día con devoción, se había convertido en su ocupación más presiada, en el motivo de su vida, y ya nada le importaba tanto como tenerlo cerca. Lo que nadie sabía y mucho menos los oficinistas, las amas de casa, los perros y los guardias, era que siempre leía la misma página, más precisamente la primera. Sara no tenía memoria desde hacía tiempo, poco a poco se le escapaban los recuerdos como el pájaro de la niña de la tapa, ya no reconocía a nadie y mucho menos a ella misma. Sí se acordaba de sus cosas y de la importancia de conservarlas.

Por eso la historia del libro era nueva cada día y comenzaba una y otra vez, el entusiasmo se renovaba porque cuando no retenemos nada, todo puede sorprendernos. Ante cualquier pastilla de color, Sara había encontrado una razón real para darle sentido a sus días. Toda esa vida que acumulaba en los senderos de su cuerpo estaba ahora justificada en la literatura y a pesar de que jamás había leido un libro de ese modo parecía que ese era el recurso de siempre para reinventarse.

Afuera había quedado un mundo que recordaba lo que al otro día debía hacer, Sara no recordaba lo que había hecho dos minutos antes ni lo que haría dos minutos después, sí sabía que el libro la esperaba sobre la mesa del living con esa niña que estaba a punto de dejar volar un pájaro, y para ella, eso era la libertad

sábado, 11 de septiembre de 2010

Artificios con el tiempo


La gente que pasa por la calle sabe muy bien a dónde va, sobre todo si deja en la vereda algún tipo de huella. Aniceto las veía pasar todos los días y envidiaba esa noción de presente que las hacía moverse con tal seguridad. A lo mejor tan sólo le parecía, como nos parece siempre algo que por lo general no es, el hecho era que tenía un gran problema con el tiempo.
Hacía doce años que trabajaba en el mismo diario, en la redacción oscura de siempre con los escritorios inundados de papeles a punto de suicidarse (no era para menos). Aniceto subió de posición lentamente a través de los años, el jefe lo apreciaba pero eso no era suficiente, su cara lisa y llena de culpa también lo había ayudado. Desde chico las situaciones familiares lo llevaron a fingir ser buena persona, y cuando una forma de ser es disimulada lentamente se convierte en una triste máscara humana, Aniceto la llevaba y ahora, con cuarenta y cinco años no podía sacársela, se le había adherido a la piel y tomado la forma de sus rasgos. Era por eso que cada mañana cuando se levantaba y miraba al espejo no estaba seguro si era un buen tipo o una imitación de él, por las dudas, se percataba de disimular serlo todo el día, quizá de grande se convenció que lo era o quizá no.
La rutina en el diario era automática, su último puesto había sido el de “noticias breves” eso implicaba reducir en palabras un acontecimiento cotidiano, no era tan difícil buscar el tamaño justo de la verdad, sino pensar en futuro, imaginar un lector próximo y un tiempo imaginario. El jefe y grupo de redacción les había enseñado a los empleados a posicionarse en el límite de mañana, más allá de que podía sonar meramente filosófico o metafísico la idea era preparar el terreno para que el diario sonara fresco y actual. No era lo mismo entonces decir “esta madrugada” que “hoy”, cuando todavía no se habían apagado las luces de la noche anterior y los jubilados recién estaban cenando para acostarse y pensar mucho después en comprar el diario en el kiosco de la plaza. Probablemente no era un inconveniente para una mente acostumbrada a mentir, pero para Aniceto no era nada fácil. Ya demasiado tenía con fingir ser una buena persona (más de una vez habría querido escupirle a alguien en vez de sonreírle) como para cargar en su existencia ese tiempo falso y suspendido en el aire que debía usar como herramienta de trabajo todos los días. Al comienzo, ya hacía dos años que estaba en este rubro, sólo había disfrutado de tener un puesto más alto que el del pronóstico, sobre todo porque sus tías, con quienes vivía desde chico, lo habían felicitado y esa misma noche compraron una torta de chocolate para festejar. Ese primer tiempo sólo conformó a los otros y eso era algo de lo que estaba acostumbrado toda la vida, pero lentamente, sobre todo por las noches cuando tomaba el colectivo de vuelta se ponía a pensar. En un principio era el vértigo de lo que va a ser, esa nada que ocupa un espacio entre el presente y el futuro, donde por lo general se acumulan los planes y proyectos de la gente. Allí estaba concentrada su atención, en ese umbral misterioso que ningún filósofo había aprovechado del todo en sus teorías, pero después, mientras escribía también se sumó algo más. Este conflicto se complejizó de a poco, por un lado, cómo construir lo que todavía no existe y en segundo lugar qué era él en ese tiempo virtual donde estaba creando lo que iba a ser mientras los otros simplemente vivían acorde a las agujas del reloj. Pensó que se le iba un poco la vida adelantándose a las cosas más allá que tan sólo le dedicara todas las tardes. Esa comenzó a ser su preocupación cotidiana más que todo nocturna porque era la parte del día en los pensamientos de llenaban de lucidez. Al principio le preguntaba a sus compañeros, creyendo que podría ser una preocupación más colectiva o laboral pero ellos no sentían lo mismo y tan sólo respondían con cara de dormidos, la vida para ellos estaba en sus casas y el diario era sólo un lugar de paso. La diferencia era que Aniceto se había definido allí después de mucho tiempo y parte de lo que lo rodeaba ya era suyo. Se resignó a pensar en silencio, siempre lo había hecho pero ahora todo era más profundo y verdadero, buscaba una respuesta urgente, necesitaba ubicarse, el cuerpo, el alma y lo que sentía. Por ahora no sentía, percibía.
Ese tiempo virtual lo empezó a enloquecer, por eso, ante la aparición de una posible angustia o crisis, quiso recurrir a la imaginación. La imaginación es buena y suficiente cuando no hay más elementos en el mundo que nos identifiquen. Por eso, con cada noticia futura, con cada verbo en futuro imperfecto (porque el tiempo no es perfecto) creaba una situación y aunque esa no era la verdad le servía. Cada una de sus primicias tenía un destinario que él conocía, Aniceto intentaba hacer lo posible para reconocer su cara antes que esa persona de carne y hueso comprara el diario. Luego venía el escenario, la casa, la situación, el mate o no, el vino o la gaseosa, el trabajo, un beso o una pelea, los niños por ir a la escuela, el perro reclamando comida. El comentario posterior también estaba incluido, no siempre positivo porque si algo caracterizaba a Aniceto era la autocrítica.
Así fue pasando el tiempo, llenándose de ideas previas y conjeturas futuras, desde un punto de vista racional esa alternativa no tenía ninguna utilidad para el diario y mucho menos para quien lo leyera, pero a Aniceto le ayudaba mucho. Después de unos años pudo unir la enorme brecha que lo había atormentado entre el presente continuo y el futuro imperfecto, porque esa reconstrucción que nos hacemos de lo que será, aún no habiendo sido nada, es lo que permite reconocer que de vez en cuando también se puede jugar con el tiempo aunque el sol todavía no haya salido.

sábado, 3 de julio de 2010

La despedida

Se habían olvidado que estaban peleados, no había tiempo para recordarlo.
Por la vereda pasaban banderas con chicos, que no es lo mismo que decirlo al revés
y el sol… siempre el sol, ahí, único.
Era hermoso porque los gritos de emoción no eran reprimidos, por eso invadían las calles y a nadie le molestaba escucharlos.
Sonrió una vieja porque recordó que estaba viva.
La melodía del silencio explotaba con cada emoción, era la orquesta de todos.

Ese es el fútbol, ese motivo para estar juntos, cómo nos olvidamos de estar juntos mientras vivimos… qué lejos quedan los abrazos cuando los resultados se han desvanecido
Esta vez el técnico se quedó solo en el estadio hasta que la última luz se apagó, imaginaba que aún seguían jugando sus hijos, porque no eran jugadores, eran sus hijos que jugaban a ser campeones.
Un silbato colmó el vacío, era la hora
Unos papelitos de los hinchas estaban embarrados pegados a la suela de su zapato.
El cielo terminó de oscurecerse y hacía tanto frío… qué incierta se ve una cancha sin pasión.
El técnico lloraba, sus hijos habían crecido
Ahora alguien tendría que volver a nacer.

martes, 4 de mayo de 2010

La Congregación

La luz mortecina los hacía más viejos. El ambiente estaba demasiado viciado de humo y recién iban por las primeras etiquetas de cigarrillos. Sentados alrededor de una mesa ya se habían servido wisky y uno de ellos hasta se sacó los zapatos.
Aguirre fue el primero que dijo algo:
- Nos mandamos mañana y todos tranquilos- exhaló humo e hizo toser a Tejada que ya se estaba durmiendo
- No, esperemos, total tenemos tiempo, esto no se nos viene encima en por lo menos tres días- cerró los ojos y pensó en dormitar un rato
Ludueña saltó como si lo hubieran insultado y no esperó que nadie reaccione:
- ¿Estás loco, pelotudo?, nunca estuvimos tan jugados como ahora y vos me venís a decir que esperemos, tenemos a la yuta en la nuca…- tomó el último trago de wisky como si esa hubiera sido la última frase.
Guzmán salió del baño con el pelo mojado y el intento de una gomina improvisada, los miró con impaciencia y no atinó a sentarse, estaba demasiado nervioso:
- ¿Qué hacen ahí echados manga de inútiles? ¿acaso están esperando que les den el premio Nóbel a la cobardía?- se acercó a Tejada y lo sacudió, ya se había dormido del todo como su estuviera en su propia cama- Despertáte inservible, todavía me arrepiento de haberte llamado para esto, ¿y ustedes?, ¿piensan jugar al póker o al ajedrez de casualidad?- siguió parado, además ya no había más sillas. Tejada lo miró y se desperezó un poco, su voz sonó a bostezo:
- Uhh, tranquilo Guzmancito, todo va a ir bien, siempre hemos tenido suerte, ¿no te acordás de la última vez?
Ludueña, entre desesperado y enfurecido se levantó a buscar más wisky, el reloj daba las tres de la mañana y los grillos aturdían como si estuvieran en esa charla:
- No entiendo esta postura de ganadores, ¿acaso no se dan cuenta que nos estamos jodiendo nosotros mismos?, yo te sigo Aguirre y estoy con vos Guzmán, resolvamos esto lo antes posible que quiero seguir con mi vida normal-
- Bueno, entonces déjenmelo a mi, conozco gente que nos puede ayudar, si quieren la llamo ahora- miró el reloj- bah, a no ser que sufran de insomnio. Mañana los llamo-

En realidad debían definir todo esa misma noche, era una ilusión esperar unas horas más para que las cosas se complicaran el doble. La suya era una postura inútil y no hacía más que representar su inoperancia. Guzmán parecía ser el más decidido, quizá porque era el mayor responsable y se veía entre rejas antes que el resto.
Tejada se levantó apurado y agarró las llaves del auto que estaban sobre la mesa:
- Yo me voy che, no puedo hacer más que ustedes, además vos Guzmán parece que la tenés mucho más clara…- Guzmán, que todavía permanecía a su lado, lo tomó de la camisa con violencia y la gomina improvisada desapareció:
- ¿De qué carajo hablás imbécil?, vos de acá no te movés, estamos todos en la misma y tenemos que zafar juntos, ¿acaso no te dieron lecciones de solidaridad en el colegio?- Tejada le tenía miedo, todos, pero él mucho más porque se sentía inferior, digamos que le resultaba más cómodo. Se volvió a sentar y bajó la mirada, en el fondo sabía que no podría dar ninguna solución, entonces un sentimiento de obediciencia innato lo mantuvo al margen. Aguirre, después de mucho silencio también hizo su aporte:
- Definimos esto durante la noche y nos piramos al mediodía, los vecinos están comiendo y los viejos ya duermen la siesta-
- Tengo el auto estacionado cerca de la puerta, nos quedarían unos metros de evidencia y de ahí al baúl, todos tranquilos- dijo Guzmán mientras volvió al baño y los demás se quedaron pensando
- Bueno, basta de vueltas, la úlcera me está matando y acá ya no se aguanta el olor a cigarrillo- Agregó Ludueña mientras abría la única ventana que había en esa cocina, el sol ya empezaba a asomar lentamente y algunos árboles estaban iluminados.

Aguirre, Ludueña, y Tejada caminaron hacia el living, Guzmán todavía no aparecía, seguramente se estaba perfeccionando la gomina. Mientras los gallos se hacían protagonistas, bajaron al sótano casi al mismo tiempo. Tejada se quedó “haciendo de campana” aunque no corrieran ningún riesgo, era ya una costumbre.
Pasaron varios minutos que fueron interminables, el aire se respiraba denso y lleno de anuncios, el tiempo pasaba pero en realidad parecía que los estaba atropellando.
Tejada se sentó en un escalón y empezó a cerrar los ojos lentamente, al rato unos pasos que subían desde el sótano se escucharon, eso lo despertó e hizo que se parara.
Ludueña apareció con el rostro transformado, su palidez no tenía nada que envidiarle al color de la pared. Se detuvo frente a Tejada como si fuera la última persona en el mundo:
- El cadáver no está-

domingo, 25 de abril de 2010

Al otro lado



Hacía dos años, o quizá uno y medio que vivía ahí, al otro lado del mundo. China.
Le había prometido a su madre que haría las cosas con honestidad toda la vida y que aún no estando seguro, diría la verdad. Sin embargo no tuvo en cuenta que traicionarse a uno mismo era la peor de las mentiras. No sólo dejar de ser o de querer, eso probablemente tenía solución con el tiempo, el problema estaba en el temor de ir olvidando de a poco las palabras, las letras con las que en primer grado le había dicho a su hermana “Linda”.
Pasaba de la oficina a su casa y de su casa a la oficina y en el camino se cruzaba con otros chinos que hacían lo mismo aunque algunos se detenían a ver televisión por la vidriera donde otros chinos hablaban de China. Y a pesar de que su jefe le dijo que con este nuevo trabajo había evolucionado y no podía estar mejor, él sentía muy en el fondo que estaba yendo para atrás. No en una especie de mediocridad humana, sino que se le estaba desgastando la identidad de a poco y que en menos de diez años no podría decir nada que no fuera en chino. Seguramente su preocupación pasaba por el lenguaje, pero era un miedo absurdo por cierto, porque nadie se olvida de su lengua. No le molestaba tanto escuchar un idioma ajeno todos los días, como dejar de ver escrito el español.
El primer día sintió vértigo en el aeropuerto y el recorrido del taxi al hotel porque esos signos extraños invadían los espacios públicos y principalmente decían todo lo que quería decirse. Más adelante esas palabras aglutinadas estaban en las voces de las personas y en cualquier objeto que tuviera cerca. Dos síntomas se instalaron en él para expresar este rechazo, mareos y calambre en las piernas, muchas veces debía sentarse en plena vereda porque sentía que alguno de esos carteles se lo comería de a pedazos. Entonces, para encontrar una salida a esta tristeza de ser ajeno, a esta crisis inevitable de no ser ante los otros, comenzó a escribir a la noche, mientras todos los chinos dormían y sus amigos estaban trabajando al otro lado del mundo. Una vez que escribía en su idioma, lo reproducía una y mil veces en voz alta hasta memorizarlo. A la mañana siguiente, cuando se despertaba cansado y sin energías, habían quedado resquicios de ese escrito en su memoria, lo acompañaban durante el día y sonaban con ternura en su cabeza como si los repitiera un niño que recién aprende a hablar.

Su relación con el país de origen y las personas que allí habían quedado era inexistente, hubo al despedirse una serie de palabras definitivas que lo despidieron para siempre y él también prometió olvidarlos, la vida a veces es compleja y en un cuento no puede explicarse.
Al despertarse la nostalgia por el idioma pero también la necesidad de escucharlo, habían renacido todas las voces que lo usaban cotidianamente, era como una especie de rasgo único que los caracterizaba y allí estaba el afecto.
Comprendió, bastante tarde, que mientras uno forma parte de su mundo, aunque éste sea inmenso y no se lo conozca, no registra los ruidos propios, ni siquiera puede distinguir las palabras que viajan en el aire. Todo es muy rápido y demasiado conocido.
Lo que nos despierta y hace vibrar, es cuando esos sonidos ya no están, cuando nuestro alrededor se ha quedado en silencio y es llenado por los instrumentos de otra orquesta, los chinos o tal vez quienes no escuchamos.

viernes, 16 de abril de 2010

Todo se parece a la noche

Cerró el último libro que leería. Ahora a vivir.
Todavía resonaban las voces de sus viejos alumnos en la sala vacía. La enorme biblioteca de la facultad sin él se vería más grande, nadie limpiaría el polvo ni revisaría los espacios vacíos de la repisa con un interrogante absurdo. Sin embargo, ya no tenía nada que hacer ahí. Durante algunas noches reflexionaba mientras la araña del techo tejía y llegaba a la conclusión de que los viejos deben hacer otra cosa, si era posible, nada de lo que habían hecho hasta ahora.

Una y otra vez acariciaba el pañuelo de seda en su bolsillo y era un placer incomprensible para cualquiera que intentara entenderlo, se parecía mucho a la lluvia sobre sus ojos o tal vez a los cabellos de Silvia. El pañuelo, un objeto, estaba siempre ahí, a su lado y no lo cuestionaba, tenía vida, mucha más de la que tenían los otros. En esos instantes sus sentidos se resumían en un efecto y no necesitaba nada más que ese pañuelo.
Abandonar y abandonarlos, no abandonarse y dejarse abandonar, esa era la situación implícita y explicita para el ex profesor de letras. De letras y de números aunque nadie lo supiera porque a escondidas también contaba los días, los meses y los años, y así siempre estaba más tranquilo. Debía irse, pero ya habían pasado dos horas y el maletín continuaba abierto con esa postal de Alejandría en vista nocturna que llevaba a todos lados. Era un destino invisible como le decía a cualquiera que la admirara. Mirar no le bastaba, era un sentido incompleto no comparable al pañuelo de seda, hacía falta ir.

Fue por eso que tomó el avión para sentir. Nunca supo que sería tan difícil abandonar el mundo propio. Para un profesor de letras todos los lugares son ajenos sino no están escritos. Una imagen no alcanzaba. Debía también leerse. El viaje fue largo y durmió. Al llegar, rodeado de caras sombrías pero interesantes, comenzó a escribir, o quizá, si nos alcanzan las palabras, comenzó a escribirse.