sábado, 11 de septiembre de 2010

Artificios con el tiempo


La gente que pasa por la calle sabe muy bien a dónde va, sobre todo si deja en la vereda algún tipo de huella. Aniceto las veía pasar todos los días y envidiaba esa noción de presente que las hacía moverse con tal seguridad. A lo mejor tan sólo le parecía, como nos parece siempre algo que por lo general no es, el hecho era que tenía un gran problema con el tiempo.
Hacía doce años que trabajaba en el mismo diario, en la redacción oscura de siempre con los escritorios inundados de papeles a punto de suicidarse (no era para menos). Aniceto subió de posición lentamente a través de los años, el jefe lo apreciaba pero eso no era suficiente, su cara lisa y llena de culpa también lo había ayudado. Desde chico las situaciones familiares lo llevaron a fingir ser buena persona, y cuando una forma de ser es disimulada lentamente se convierte en una triste máscara humana, Aniceto la llevaba y ahora, con cuarenta y cinco años no podía sacársela, se le había adherido a la piel y tomado la forma de sus rasgos. Era por eso que cada mañana cuando se levantaba y miraba al espejo no estaba seguro si era un buen tipo o una imitación de él, por las dudas, se percataba de disimular serlo todo el día, quizá de grande se convenció que lo era o quizá no.
La rutina en el diario era automática, su último puesto había sido el de “noticias breves” eso implicaba reducir en palabras un acontecimiento cotidiano, no era tan difícil buscar el tamaño justo de la verdad, sino pensar en futuro, imaginar un lector próximo y un tiempo imaginario. El jefe y grupo de redacción les había enseñado a los empleados a posicionarse en el límite de mañana, más allá de que podía sonar meramente filosófico o metafísico la idea era preparar el terreno para que el diario sonara fresco y actual. No era lo mismo entonces decir “esta madrugada” que “hoy”, cuando todavía no se habían apagado las luces de la noche anterior y los jubilados recién estaban cenando para acostarse y pensar mucho después en comprar el diario en el kiosco de la plaza. Probablemente no era un inconveniente para una mente acostumbrada a mentir, pero para Aniceto no era nada fácil. Ya demasiado tenía con fingir ser una buena persona (más de una vez habría querido escupirle a alguien en vez de sonreírle) como para cargar en su existencia ese tiempo falso y suspendido en el aire que debía usar como herramienta de trabajo todos los días. Al comienzo, ya hacía dos años que estaba en este rubro, sólo había disfrutado de tener un puesto más alto que el del pronóstico, sobre todo porque sus tías, con quienes vivía desde chico, lo habían felicitado y esa misma noche compraron una torta de chocolate para festejar. Ese primer tiempo sólo conformó a los otros y eso era algo de lo que estaba acostumbrado toda la vida, pero lentamente, sobre todo por las noches cuando tomaba el colectivo de vuelta se ponía a pensar. En un principio era el vértigo de lo que va a ser, esa nada que ocupa un espacio entre el presente y el futuro, donde por lo general se acumulan los planes y proyectos de la gente. Allí estaba concentrada su atención, en ese umbral misterioso que ningún filósofo había aprovechado del todo en sus teorías, pero después, mientras escribía también se sumó algo más. Este conflicto se complejizó de a poco, por un lado, cómo construir lo que todavía no existe y en segundo lugar qué era él en ese tiempo virtual donde estaba creando lo que iba a ser mientras los otros simplemente vivían acorde a las agujas del reloj. Pensó que se le iba un poco la vida adelantándose a las cosas más allá que tan sólo le dedicara todas las tardes. Esa comenzó a ser su preocupación cotidiana más que todo nocturna porque era la parte del día en los pensamientos de llenaban de lucidez. Al principio le preguntaba a sus compañeros, creyendo que podría ser una preocupación más colectiva o laboral pero ellos no sentían lo mismo y tan sólo respondían con cara de dormidos, la vida para ellos estaba en sus casas y el diario era sólo un lugar de paso. La diferencia era que Aniceto se había definido allí después de mucho tiempo y parte de lo que lo rodeaba ya era suyo. Se resignó a pensar en silencio, siempre lo había hecho pero ahora todo era más profundo y verdadero, buscaba una respuesta urgente, necesitaba ubicarse, el cuerpo, el alma y lo que sentía. Por ahora no sentía, percibía.
Ese tiempo virtual lo empezó a enloquecer, por eso, ante la aparición de una posible angustia o crisis, quiso recurrir a la imaginación. La imaginación es buena y suficiente cuando no hay más elementos en el mundo que nos identifiquen. Por eso, con cada noticia futura, con cada verbo en futuro imperfecto (porque el tiempo no es perfecto) creaba una situación y aunque esa no era la verdad le servía. Cada una de sus primicias tenía un destinario que él conocía, Aniceto intentaba hacer lo posible para reconocer su cara antes que esa persona de carne y hueso comprara el diario. Luego venía el escenario, la casa, la situación, el mate o no, el vino o la gaseosa, el trabajo, un beso o una pelea, los niños por ir a la escuela, el perro reclamando comida. El comentario posterior también estaba incluido, no siempre positivo porque si algo caracterizaba a Aniceto era la autocrítica.
Así fue pasando el tiempo, llenándose de ideas previas y conjeturas futuras, desde un punto de vista racional esa alternativa no tenía ninguna utilidad para el diario y mucho menos para quien lo leyera, pero a Aniceto le ayudaba mucho. Después de unos años pudo unir la enorme brecha que lo había atormentado entre el presente continuo y el futuro imperfecto, porque esa reconstrucción que nos hacemos de lo que será, aún no habiendo sido nada, es lo que permite reconocer que de vez en cuando también se puede jugar con el tiempo aunque el sol todavía no haya salido.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Laly, me encantó el final del cuento!! y el tema del tiempo. Tal vez se lo podría reforzar en el resto del cuento -pero es sólo una sugerencia.
Abrazo!
Lau V.

Anónimo dijo...

Lindo...y borgeano. Salud!