sábado, 14 de marzo de 2009

Filosofía de colectivo

Nadie le hubiera dicho que iba a terminar ahí, sentado en un colectivo y saludando a la gente. A Bruno no le importaba demasiado. Toda su vida estaba hecha de buenos consejos, de caminos que él nunca transitaría, siempre alguna cara borrosa se le asomaba y le recomendaba que hiciera otra cosa. Pero ¿cómo explicar que él era feliz siendo chofer?
Todo había empezado cuando se fue de casa, el día en que le dijeron que el póster de Kiss en su habitación atentaba contra el Señor. Y él les preguntó qué señor. Su madre, una mujer gorda y llena de modales inútiles quería que Bruno fuera no sé qué cosa. Su padre, un tipo flaco y muy alto siempre asentía con la cabeza y prendía un cigarrillo. Ése día, Bruno se fue a la libertad. No la libertad de dejar su casa y mantenerse solo, sino esa satisfacción de tomar decisiones propias y que ninguna voz extraña las sentencie.
El primer tiempo tuvo que arreglárselas en lo de Víctor, un amigo que quería aplastar pollitos como Kiss alguna vez, y por ahora practicaba con los peluches de la hermana. A la mamá de Víctor no le gustó mucho la idea, pero era una mujer contenta que dejaba pasar las cosas. No duró mucho ahí, algunos meses.
Fue en ese tiempo, en el que encontró trabajo en una empresa a las afueras de Córdoba, cuando tenía que viajar mucho en colectivo. Tomaba tres de ida y tres de vuelta, y a pesar de que resultaba bastante cansador, Bruno encontró una mística en esos viajes que fundó una nueva manera de ver las cosas. Descubría, cada día, una historia distinta a través de una situación. En los colectivos pueden verse las cosas sin ser partícipe, y esa es una suerte de observación que pocos poseen. Se preguntaba por ejemplo, porqué las personas se miran tanto entre sí, porqué cada vez que sube alguien, todos lo miran, y después, cuando se suma a esa masa viajante, terminan adaptándose, es como una especie de ruptura en esa realidad, una y otra vez, en la que se van incorporando extraños que empiezan a ser luego conocidos. Se preguntaba también, a dónde van todos, porque todos van a algún lugar, y qué significa esa breve espera, qué tipo de expectativa sostiene esa paciencia con la que muchos van sentados. Más allá de pobres reflexiones casi metafísicas, Bruno encontraba apasionante el viaje en colectivo. A pesar de que para muchos es automático, y la vida también lo es, él se tomaba el tiempo necesario para reconocer de qué se trataba todo eso. Qué magia extraña había juntado a todas esas personas en un vehículo, y las transformaba en compañeras siendo tan anónimas y tan públicas. Nadie volvería a verse con nadie. Alguno que otro quizá se cruce en la calle alguna vez, pero no se identificarán, porque las caras son como sombras de ese viaje, que es único, a pesar de que se repita una y otra vez, y a pesar de que el chofer sienta que da vueltas siempre en un mismo lugar.
Un día, Bruno se acercó a hablar con uno de los tantos chóferes con los que viajaba, y a pesar de que éste no le dio demasiada importancia, se sacó todas esas dudas, en realidad no aclaró ninguna, porque no respondió, ni siquiera reaccionó. Bruno, luego de este gran desengaño tomó una decisión, él mismo sería chofer y filósofo de colectivo, él podría encontrar las respuestas a todas esas preguntas.
No fue demasiado difícil serlo, un pequeño curso preparatorio. Sus compañeros lo encontraron extraño desde el principio, un hombre tan apasionado por ser un simple chofer, no tenía demasiadas explicaciones, muchos deseaban irse, encontrar una mejor opción. Ser chofer estaba relacionado con tener una vida mediocre. Pero esa no era la idea de Bruno, él deseaba conocer el objeto de su inquietud estando inmerso en el medio, había leído en algún lado, alguna vez, que los filósofos del siglo XVIII necesitaban introducirse en la sociedad participando para poder comprender al hombre. Claro que su pretensión era mucho más modesta. Simplemente existía una filosofía de colectivo que nadie todavía había desarrollado.
Así fue que empezó a ser chofer, y cada vez que lo decía su cara se iluminaba o sus ojos se llenaban un poco, no demasiado, de lágrimas. Era melodramático, pero no por una cuestión constitucional, sino porque su madre se lo había inculcado los miércoles de novela, esas novelas llenas de historias fáciles y conmovedoras, Bruno la acompañaba sentado en el sillón, y poco a poco, empezó a ser un poco así, llorón.
El modo en que llevaba a cabo su función era algo inusual. Un chofer común, se limitaría a manejar el colectivo, recibir los cospeles y dar los tickets, y si es algo educado, saludar cada vez que alguien sube. Pero Bruno, además de todo eso, hablaba mucho con la gente, y le preguntaba cosas. En realidad era un exhaustivo estudio, todas las mañanas llevaba una pequeña libreta con preguntas, y se las hacía a la gente que subía. Muchos lo tomaban por curioso, hasta por metido y desubicado, él preguntaba por ejemplo: “¿hacia dónde va?”; “¿cree que podrá seguir en contacto con toda esta gente?”. Era así, que con algunas pocas preguntas que recibía de sus pasajeros, al finalizar el día, llegaba a su casa, y sin siquiera sacarse el uniforme, empezaba a escribir. Escribía teorías, conclusiones e hipótesis abiertas, se sentía cada vez más comprometido, y creía que podía encontrar una gran respuesta. Las respuestas son por lo general, para solucionar algún tipo de interrogante, pero Bruno se había hecho tantas preguntas que no cabía respuesta para satisfacerlas. Duró así seis meses. Él hubiera querido estar toda la vida así, investigando, pero un día lo llamó el jefe de su empresa de colectivos y le pidió por favor que renuncie. Muchas personas habían llamado reclamando sus incumbencias, y las situaciones incómodas que generaba tratando de averiguar cosas que no le correspondía. Bruno colgó y lloró mucho más que por todas las novelas que había visto. No sólo falló su proyecto, sino que descubrió algo muy triste, a la gente, por lo general, no le gusta que la conozcan.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Está bueno cómo has expuesto ideas que a muchos se nos cruzan por la cabeza cuando viajamos en colectivo. A mí me encanta viajar en colectivo, pero no me gustaría manejar uno. El final me desconcertó un poco, no sé todavía bien por qué... Es lo primero que leo en tu blog, después sigo.
Un abrazo, Ro.

Voces nuestras dijo...

Gracias Ro!! espero que leas mucho más!! puede que el final en realidad haya sido menos de lo que prometía! ja... pero sí, un viaje en colectivo es muy enriquecedor...
Besote!