Pasos Perdidos
Rosana caminaba todos los días por la misma vereda. Había algo que la intrigaba, aunque no sabía bien qué era.
Podía vislumbrar que de día las cosas eran más claras. Encontraba por ejemplo que las personas la estaban mirando o que en las ventanas había alguna presencia que la seguía de cerca. Sin embargo durante la noche perdía el control de la situación. Podía salir desde que la oscuridad regía el cielo y no saber qué le sucedería.
Rosana salía siempre, a toda hora. Tenía como una especie de inquietud permanente que no le permitía quedarse tranquila en casa. Su madre la molestaba, le pedía que se quedara, que en algún lado y en algún momento algo feo le ocurriría Rosana no escuchaba. Sólo quería irse, desaparecer, encontrar algo nuevo que le causara asombro.
Caminaba mucho, a veces demasiado. El destino no era importante. Lo importante era que se alejaba.
Había un tipo extraño. Un tipo que siempre la estaba mirando y justo cuando ella salía o iba cruzando la calle. En realidad parecía alguien que no tenía mucho más por hacer. Muchas veces Rosana se preguntaba si verdaderamente lo que creía ver era lo que era. Pero la situación ya se había repetido. Se trataba de un vecino. Un vecino que vivía al frente de su casa. Desde que se habían mudado que lo conocía, pero nunca habló con él. Le daban miedo sus ojos hundidos y celestes y esa mirada siniestra que parecía tener todo previsto.
Un día decidió dejar de caminar. Se quedó en su casa junto a su madre y su madeja de lana. No podía tejer ni una mísera bufanda. Pasaba las horas mirando esos cuadros de mal gusto. Su madre le contaba las mismas historias y le repetía los mismos consejos. Su casa estaba sucia. El teléfono no sonaba nunca. Sólo se oía la cebolla crujir todos los mediodías mientras se preparaba la salsa de siempre.
Rosana ya no caminaba y estaba triste por eso.
La mirada de aquél hombre desagradable había desaparecido, el hombre también y parecía que la mayoría de la gente con él. Si Rosana no caminaba el mundo estaba detenido.
Una noche salió muy tarde cuando su madre logró dormirse. Se dirigió hacia el otro lado, para donde las luces iluminaban más las calles y su cara se veía un poco más desesperada. No quería toparse con la mirada. No quería encontrar ninguna mirada. Sólo quería encontrar personas cabizbajas mirando las baldosas de la vereda. Pero no había nadie. Sólo ese silencio insoportable de la noche del lunes a la madrugada.
Caminó unas cuadras y como le llegó un cansancio incomprensible se detuvo en una plaza y se sentó en un banco. Se encontró por primera vez con la soledad a solas. Y no supo qué decir.
Tenía ganas de dormir. Pero no quería regresar. Giró un poco la cabeza sin motivo y encontró una sombra detrás de un árbol. Pensó que sería una más de esas apariciones aburridas en su vida, pero cuando miró un poco mejor lo identificó. Era él, otra vez, mirándola con esos ojos siniestros. Había aparecido de la nada. Y estaba flotando en la nada también. No podía construir una lógica con ese hombre allí y ella mirándolo. Quiso darse vuelta y volver a ver para corroborar que todo eso era cierto. Pero volvió a encontrarlo, en la misma posición y con la misma apariencia. No se movía de ese árbol, estaba apoyado en el tronco grueso y viejo. Sus pupilas estaban tiesas y apuntaban justo a los ojos de Rosana. Cualquier medición hubiera confirmado que todo estaba muy calculado.
Comenzó la taquicardia y la desesperación. La duda si irse o quedarse. El límite entre el placer y el desagrado. Dos figuras estáticas mirándose. Un espacio enorme y silencioso. La nada y el todo. La vida y la muerte.
Rosana quería caminar. La figura ya no estaba en ese tronco. Un frío corrió por su pecho. El límite había acabado. Su vida también.
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