miércoles, 30 de julio de 2008
La voz
Las voces de los otros dicen que son como los ecos de las ninfas, retumban desde lejos y nos dicen algo. Sobre todo cuando se anda desorientado por ahí. Cuando todos hablan pero parece que no dijeran nada, que fuera un sonido amorfo, insoportable, que sólo deja la huella metálica de un silbido, el más ordinario de los silbidos.
Sin embargo, todavía existen voces importantes, y si alguien intentara hacer un inventario de voces, éstas irían en primer lugar. Algunas personas son portadoras de ellas. Algunas no lo saben todavía. Y otras las explotan, saben que son especiales, son entonces su mejor atributo.
Simón tenía esa voz. Una voz que se había criado en una biblioteca y junto a otras voces que hablaban con autoridad de literatura. Desde chiquita esa voz había sido alimentada con libros viejos con olor a humedad. Nunca la sacaban a pasear. Fue por eso quizá, o por otros motivos que se conformó con ser así, toda una erudita.
Simón, que tenía esa voz hablaba siempre desde lo que otros ya habían dicho. Era como una especie de eco perfeccionado, algo dicho por primera vez por alguien, suena mejor cuando otro lo repite. Esto no quiere decir necesariamente que no fuera original o que careciera de autenticidad, porque la tenía, y cómo. Sólo que había aprendido a elegir, a elegir muy bien cuando decir, o cuando repetir algo. Conocía el momento más atinado. Y sabía que cada vez que abría la boca, o al menos, la mayoría de las veces, la persona a la que ésta voz iba dirigida se sentía privilegiada y mucho más esclarecida.
Entre amigos, o la gente cercana a su círculo empezó a correrse el rumor de que escuchar a Simón hacía bien. Pero él detestaba ésta idea porque le sonaba parecido a alguna persona poseedora de un don, a alguien relacionado con lo religioso o la palabra de Dios, persona invisible que todavía no podía ver.
Él no tenía un don. Nunca lo hubiera visto así. Era su voz portadora de literatura la que se hacía escuchar. Era el sonido de su garganta llena de historias, frases y citas la que estaba en juego. Lo que sabía muy bien, y trataba de disimular muy bien también, era que para cada estado de ánimo encontraba una respuesta, o una manera de ilustrarlo con lo que las páginas le decían.
A veces sin querer estaba escuchando a su esposa quejarse y comenzaba a recitar un verso de La Chanson de Roland , quizá pensaba en la guerra, o en la dureza de la vida doméstica comparada a la crueldad medieval, no lo sabía, su voz se ubicaba en el instante y salía. No sólo Simón encontraba literatura para los estados de ánimo, además recomendaba libros que podrían ser apropiados para leerlos en ese momento. Muchas personas no leían, entonces no servía. Algunos le preguntaban por alguna película, alguna telenovela, alguna revista de moda, o incluso, algún perfume que mantuviera relación con esa sensación, pero Simón únicamente sabía de literatura.
La palidez de su rostro, sus ojeras interminables, y su mirada cansada, delataban una vida de exhaustiva lectura. La biblioteca que había heredado de su padre era el lugar donde pasaba el mayor tiempo. La gente que lo quería venía a visitarlo allí, él muy pocas veces salía, sólo de vez en cuando, a la librería de Enzo, un amigo que traía ejemplares imposibles de conseguir en otro lado. El lugar era sumamente cálido, pequeño y con olor a tinta vieja. Enzo estaba siempre sentado en un banquito bajo la escalera. Era callado y lleno de sabiduría. Con Simón se comunicaban muy bien, ambos se correspondían el deseo, uno lee lo que otro ya leyó, un placer que sólo los lectores pueden comprender.
Cuando estaba allí perdía la noción del tiempo. Le gustaba observar a la gente detenerse frente a la vidriera y contemplar los libros, con esas ganas de apropiarse de ellos, pero esa admiración duraba un instante. Era una seducción efímera que no dejaba rastro. Las personas seguían caminando con las bolsas de cartón en las manos y la mirada perdida. El libro continuaba en el estante, soberbio y disponible, lleno de futuro y abrumado por el silencio.
De vez en cuando también le acompañaba Samanta, su mujer. Una pobre y afortunada mujer que había tenido que lidiar con un hombre constituido de literatura que le hablaba de ella y la amaba con ella.
Simón con el tiempo no supo qué hacer con tanta literatura y tantos libros que hablaban sobre ella. Se cansó un poco de encontrarle respuesta a cada estado de ánimo y empezó a estar en silencio. O mejor, a no decir nada, que no es lo mismo.
Enzo lo invitó a asociarse a su librería, a trabajar juntos, pero Simón se negaba a tener que recomendar libros a la gente porque no sabía, porque había estado equivocado todo ese tiempo en que había creído que tenía una voz.
Empezó a escribir una novela, nunca había lo había hecho , siempre confió en lo escrito por los demás. Ahora temía de su propia letra, de sus manuscritos, lo inundaba la inseguridad al punto de dudar de cada palabra. Comparaba sus párrafos con los de otros autores, sin tener en cuenta que él no era escritor. Más que un trabajo individual y placentero era una competencia obsesiva con esos fantasmas que habitaban su biblioteca. Unos seres extrañamente familiares que le decían qué hacer. Un día Allan Poe le remarcaba un verbo y criticaba que no generaba terror. Otro Wilde rechazaba una prosa demasiado estilizada. Aún los domingos, cuando podría descansar de esa fallida escritura, se reunían todos en una mesa de mármol y protestaban por no haber encontrado el objetivo de su obra. ¿Escribía con un objetivo? ¿Qué era realmente, o qué había sido toda su vida?. Todo lo que Simón hacía o había hecho estaba en esa biblioteca. Simón se sentía traicionado por esas voces antiguas que lo juzgaban, él era quién los había mantenido vivos, su voz había sido el sonido de sus escritos. Y ahora, que estaba intentando hacer algo propio, no lo encontraba. No podía despegarse de lo que había leído.
Simón no podía ser escritor.
Simón era la voz de la literatura.
domingo, 6 de julio de 2008
Se acercaba el momento de separarse, él a su casa, ella a la parada de su colectivo. La esquina del fin cada vez era más cercana y la gente la atravesaba apurada mientras esquivaba charcos, para ella era el trampolín al después y no quería tirarse porque sabía que luego se enfrentaría con la nada.
La lluvia los había mojado ya tanto. Él se detuvo y la saludó con un beso en la mejilla, ella también, pero antes estuvo un momento mirándolo a los ojos…Cada uno siguió su pequeño camino individual. Él se dijo “tendría que haberla besado…”, ella se dijo “no me besó… ahora viene la nada…”
viernes, 4 de julio de 2008
Ella me simpatiza
He traicionado a la vida. Me hice amiga de la muerte.
Tampoco tuve demasiadas opciones.
La cuestión empezó cuando estaba yendo a la facultad. Creo, no estoy segura, era jueves. Me acuerdo que ese día puntualmente no había tenido mucho hambre, por eso le dije a mi mamá que no me sirviera demasiado en el plato, que iba a ser al vicio.
Y uno está acostumbrado a encontrarse con todo tipo de personas… con ancianos que nos preguntan direcciones, mujeres que necesitan de nuestra atención para contarnos sus cotidianas anécdotas, seres humanos en general que nos preguntan la hora, hasta quizá, perros que nos persiguen hasta que se dan cuenta que no vamos a ningún lugar interesante, de todo eso uno está acostumbrado, pero no de cruzarse a la muerte, así, como una cosa casual y sin ceremonias…
Ese día, como iba diciendo, estaba con esa ansiedad sin explicaciones que a veces llegamos a sentir, no me esperaba nada extraño pero yo tenía el estómago cerrado y el corazón inquieto en el pecho. Se me estaba haciendo un poco tarde, como siempre, pero ésta vez era conciente. Salí a la puerta y vi que la parada estaba llena de gente, pensé que probablemente el colectivo aún no había pasado. Así que me relajé…
Cuando empecé a meterme en la multitud algo me llamó mucho la atención, alguien muy alto estaba apoyado en un cartel de kiosco y llevaba un vestido negro muy viejo, aunque mirando mejor después me di cuenta que era una túnica. No llegaba a divisarle el rostro, de la parada era la persona menos preocupada por llegar tarde, ni siquiera tenía reloj. Daba la impresión que sabía muy bien cuando tenía que irse y a dónde iba a llegar.
No le seguí prestando atención y me senté en un umbral a esperar lo que todos esperaban. Nadie en realidad se percataba de ese ser. Parecía que únicamente yo lo hubiera notado.
Pasaron casi cinco minutos cuando el sol que me calentaba las manos se fue tapando por una enorme sombra. Alguien se me acercaba. Me encerraba con su sombra, era la primera vez que una sombra tenía tanta autoridad. Levanté la cabeza y miré a ver de quién se trataba. Era ese ser de túnica negra, mirándome con cara serena, pero no humana, uno se da cuenta que está frente a una cara humana cuando sutilmente encuentra imperfecciones en las expresiones y los rasgos, la falla de la naturaleza. Pero ese ser era perfecto, no puedo decir que cercano a la divinidad, porque era oscuro y no me inspiraba paz.
Me dijo tres palabras: “Ya es hora”, yo no entendí mucho, pero supuse que me estaba diciendo que ya era hora de irme… a la facultad, de todas formas qué sabía ese ser de mí, no había suficiente lógica.
Afirmé con la cabeza creyendo que se trataba de un desquiciado y seguí con la mirada perdida. Pero no se iba. Ya no había sol que me calentara. Se hacía presente, casi impuesta en el hilo de mi devenir. Volví a mirarla o mirarlo. Y todavía ahí su cara serenamente terrorífica.
Me cansé y le pregunté qué necesitaba, “¿hay un bar cerca?” me contestó. “Si” le dije, “a la vuelta, pero para qué, no sé quién es usted y está empezando a asustarme…” lo decía mirando para todos lados a ver si alguno de los que estaban compartía mi desconcierto, pero nadie, sólo hablaba conmigo, ese era un momento invisible para los demás. “Si hay un bar, vamos, ahí podremos hablar…”, “no puedo” le dije “tengo clases, estoy llegando tarde y no voy a tomar café con desconocidos”, en ese momento su cara serena se transformó, su voz también “sé que estás llegando tarde, por eso vine a buscarte”, “¿tiene auto?” me burlé, no rió, era un ser que no reía ni manifestaba ningún signo de vitalidad.
No sé cómo acepté, no sé cómo hice lo que hice, muchas veces somos inconscientes de nuestros propios actos, y créanme, es cuando mejor nos salen las cosas.
De pronto estaba en un bar lleno de gente, con ese ser sentado frente a mi “pedíme un submarino” me dijo, al instante se acercó el mozo y me dijo “¿qué va a llevar?” como si estuviera sola, sin nadie más, cuando le pedí dos cosas me miró extraño. En ese preciso momento desperté, y me di cuenta que estaba interactuando con nadie, o mejor dicho, nadie era alguien, lo que yo estaba viendo. “No es preciso presentarme, tengo mi fama” me dijo, “como te decía, es tu hora y vengo a buscarte, ya se te está haciendo tarde y me molesta la impuntualidad”, sentí todo eso que se siente cuando se sabe la verdad, una verdad que parece disfrazada por nuestros propios miedos. Temblé, y le dije casi como una niña caprichosa “¿me voy a morir?”, tomó un sorbo de submarino y me miró, no dijo nada pero supe que dijo que si. “¡No!” grité, pero extrañamente nadie se percató, empezaba a hablar en la dimensión del silencio. “No” dije otra vez, “soy joven, amo leer y ver cine” empecé a llorar, “todavía no he conocido un verdadero amor, todavía no he viajado a dónde me gustaría, ni presencié un vuelo de nave espacial, ni le he dicho a mi perro cuánto lo quiero, ni tengo casa propia para adornar a mi gusto… todavía me queda tanto por vivir…” a la muerte se le escapó una lágrima y vi que su mirada brillaba, “¿Porqué morirme?,¿qué necesidad? ¡No tengo motivos!” supliqué. La muerte terminó el submarino y miró alrededor. “Nosotros no tenemos motivos… pero vos si muchos para vivir como veo”, de pronto sacó de un bolso que no había visto una libretita con muchas anotaciones y una birome, me miró con picardía, y me dijo “pero me dijiste que te gustaba el cine… a mí me encanta, pero cuando voy todos me miran, cuando me ven, con extrañeza, es por eso que estoy haciendo una lista de las mejores películas para verlas allá, en donde yo vivo, ¿me ayudás a hacer la lista?” en ese momento ya no parecía la muerte, sino una de esas amigas que tengo que me preguntan qué pueden ver un sábado a la noche. Encantada, qué más quería, le ayudé… se nos fue la tarde, pedimos más café. Pensé que ya no iba a morirme cuando me dijo “he pensado que podemos hacer un trato…”, no sé porqué me acordé del diablo en ese momento, pero no importa, prosiguió “yo no te llevo y espero a que puedas hacer todas esas cosas que me dijiste y más, pero… con la condición de que seas mi amiga”, acepté, una amiga extraña por cierto. Pero ahora pueden verme entrar al cine con alguien alto y vestido de negro, a veces compra pochoclo otras… elige películas de terror…