Todos pueden darse cuenta de la rutina, de hecho se vive de esa manera y cuando surge algún cambio no hay manera de pensarlo sólo como algo extraordinario.
Sara no tenía ese problema. Su vida había estado llena de cosas simples siempre, madre, padre, hermanos, mascotas, novio, esposo, hijos, nietos, pero por ser simples no eran menos importantes para ella. Ahora había llegado a su vejez, diferente a otras mujeres, la aceptó con mucha alegría a pesar de que en un principio encontró las arrugas en su rostro como surcos injustos en la piel, con el tiempo los asimiló y comprendió que en realidad podían ser senderos para recorrer su cuerpo, una excursión por el tiempo.
Mientras los oficinistas se lavantaban todos los días a la misma hora y comían las mismas tostadas, mientras las amas de casa despertaban a los hijos de la misma manera y les daban los mismos consejos, mientras los perros buscaban el hueso que nunca encontrarían y los guardias llegaban a sus casas a dormir cuando el sol salía, Sara siempre leía el mismo libro. Desde que sus hijos habían decidido dejarla sola para darle oportunidad al azar y a la naturalidad de las cosas, ella construyó un mundo. Es fácil convencerse de uno mismo cuando no hay nadie que diga lo contrario, es mucho más simple ser libre ante los objetos conocidos y la experiencia de haber vivido con ellos. No era lo mismo el antiguo geriátrico resignado del tiempo y cuidandose de la muerte que su casa. Allí estaba ella una vez más y las fotografías de los que no estaban confirmandole la vida, el aroma viejo de la comida que hizo algún domingo familiar dando vueltas por el aire, las plantas más cuidadas que nunca y el gato durmiendo sobre la cama.
De la enorme biblioteca en la que sus hijos sacaron alguna vez enciclopedias para los exámenes Sara había elegido un sólo libro para leer. Sin demasiados criterios al respecto, una señal quizá, un pequeño resquicio de su memoria la llevó a descubrirlo, el color o el dibujo en la tapa, esa niña con trenzas y sonrisa franca que sostenía en sus manos un pájaro a punto de escapársele, a unos centímetros estaba la libertad, pero el libro era pequeño para representarlo. Comenzó a leerlo cada día con devoción, se había convertido en su ocupación más presiada, en el motivo de su vida, y ya nada le importaba tanto como tenerlo cerca. Lo que nadie sabía y mucho menos los oficinistas, las amas de casa, los perros y los guardias, era que siempre leía la misma página, más precisamente la primera. Sara no tenía memoria desde hacía tiempo, poco a poco se le escapaban los recuerdos como el pájaro de la niña de la tapa, ya no reconocía a nadie y mucho menos a ella misma. Sí se acordaba de sus cosas y de la importancia de conservarlas.
Por eso la historia del libro era nueva cada día y comenzaba una y otra vez, el entusiasmo se renovaba porque cuando no retenemos nada, todo puede sorprendernos. Ante cualquier pastilla de color, Sara había encontrado una razón real para darle sentido a sus días. Toda esa vida que acumulaba en los senderos de su cuerpo estaba ahora justificada en la literatura y a pesar de que jamás había leido un libro de ese modo parecía que ese era el recurso de siempre para reinventarse.
Afuera había quedado un mundo que recordaba lo que al otro día debía hacer, Sara no recordaba lo que había hecho dos minutos antes ni lo que haría dos minutos después, sí sabía que el libro la esperaba sobre la mesa del living con esa niña que estaba a punto de dejar volar un pájaro, y para ella, eso era la libertad
lunes, 7 de febrero de 2011
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