Hacía dos años, o quizá uno y medio que vivía ahí, al otro lado del mundo. China.
Le había prometido a su madre que haría las cosas con honestidad toda la vida y que aún no estando seguro, diría la verdad. Sin embargo no tuvo en cuenta que traicionarse a uno mismo era la peor de las mentiras. No sólo dejar de ser o de querer, eso probablemente tenía solución con el tiempo, el problema estaba en el temor de ir olvidando de a poco las palabras, las letras con las que en primer grado le había dicho a su hermana “Linda”.
Pasaba de la oficina a su casa y de su casa a la oficina y en el camino se cruzaba con otros chinos que hacían lo mismo aunque algunos se detenían a ver televisión por la vidriera donde otros chinos hablaban de China. Y a pesar de que su jefe le dijo que con este nuevo trabajo había evolucionado y no podía estar mejor, él sentía muy en el fondo que estaba yendo para atrás. No en una especie de mediocridad humana, sino que se le estaba desgastando la identidad de a poco y que en menos de diez años no podría decir nada que no fuera en chino. Seguramente su preocupación pasaba por el lenguaje, pero era un miedo absurdo por cierto, porque nadie se olvida de su lengua. No le molestaba tanto escuchar un idioma ajeno todos los días, como dejar de ver escrito el español.
El primer día sintió vértigo en el aeropuerto y el recorrido del taxi al hotel porque esos signos extraños invadían los espacios públicos y principalmente decían todo lo que quería decirse. Más adelante esas palabras aglutinadas estaban en las voces de las personas y en cualquier objeto que tuviera cerca. Dos síntomas se instalaron en él para expresar este rechazo, mareos y calambre en las piernas, muchas veces debía sentarse en plena vereda porque sentía que alguno de esos carteles se lo comería de a pedazos. Entonces, para encontrar una salida a esta tristeza de ser ajeno, a esta crisis inevitable de no ser ante los otros, comenzó a escribir a la noche, mientras todos los chinos dormían y sus amigos estaban trabajando al otro lado del mundo. Una vez que escribía en su idioma, lo reproducía una y mil veces en voz alta hasta memorizarlo. A la mañana siguiente, cuando se despertaba cansado y sin energías, habían quedado resquicios de ese escrito en su memoria, lo acompañaban durante el día y sonaban con ternura en su cabeza como si los repitiera un niño que recién aprende a hablar.
Su relación con el país de origen y las personas que allí habían quedado era inexistente, hubo al despedirse una serie de palabras definitivas que lo despidieron para siempre y él también prometió olvidarlos, la vida a veces es compleja y en un cuento no puede explicarse.
Al despertarse la nostalgia por el idioma pero también la necesidad de escucharlo, habían renacido todas las voces que lo usaban cotidianamente, era como una especie de rasgo único que los caracterizaba y allí estaba el afecto.
Comprendió, bastante tarde, que mientras uno forma parte de su mundo, aunque éste sea inmenso y no se lo conozca, no registra los ruidos propios, ni siquiera puede distinguir las palabras que viajan en el aire. Todo es muy rápido y demasiado conocido.
Lo que nos despierta y hace vibrar, es cuando esos sonidos ya no están, cuando nuestro alrededor se ha quedado en silencio y es llenado por los instrumentos de otra orquesta, los chinos o tal vez quienes no escuchamos.