Mirta era la que mejor cortaba el pelo. Todas las clientas la adoraban. Decían que en las manos de Mirta uno podía quedarse tranquilo. “Ah! Yo con Mirta me relajo y la dejo hacer su trabajo”, decían algunas. La peluquería de Mirta era la mejor del barrio hasta que llegué yo. Toda la estructura de lo que para Mirta era una peluquería se vino abajo. Y me refiero a estructura en el sentido de lo que para los peluqueros es una estructura. Son muy parecidas a la disposición de los cabellos en la cabeza de una persona.
Decía entonces que llegué yo...a la peluquería, pero antes al barrio donde estaba esa peluquería, un día en que mi pelo no paraba de crecer, esa mañana había despertado con el cabello todo enredado por la cama y los armarios, mezclado con la cortina, mojado porque llegaba hasta el agua del inodoro. Decidí entonces recogérmelo con una enorme hebilla y ver qué hacía para darle un fin a ese festival capilar. Busqué los avisos clasificados en la zona “Oficios”, y me pareció raro porque a veces traen otro nombre, pero empecé a bajar con el dedo índice y llenármelo de tinta hasta que encontré “Mirta Tu Peluquera” y algo me dijo en el fondo, que ahí tenía que ir. Salí a la calle con mi enorme rodete pero nadie me miró. Se ve que a veces es normal tener demasiado pelo.
La peluquería de Mirta era lejos, muy lejos, había que tomarse un colectivo tras otro que lo dejaban a uno varado en un barrio sin centro vecinal ni alma en pena siquiera. Pero la verdad, no me daba miedo. La cabeza cada vez me pesaba más, creo que el pelo no había parado de crecerme a lo largo del viaje, se me escapaba ahora de la hebilla y empezaba a tropezarme con él. Estaba más atenta a lo que comentaba la gente que a mi situación puntual. En un momento, creo, algo así como después de dos horas y media llegué al barrio donde estaba la peluquería. Absolutamente desorientada me bajé y tuve un feo tropiezo con mi propio pelo, me lastimé el codo y un poco la rodilla. Pero por suerte nada me impidió seguir caminando.
La peluquería de Mirta estaba en una esquina y no era difícil verla, porque su cartel de neón se destacaba toscamente. De lejos parecía un local viejo y descuidado, la gente, o mejor dicho, las clientas de siempre, eran vistas de espalda, al menos desde mi ángulo, y eso las hacía iguales, con las mismas formas y los mismos peinados.
Me fui acercando y encontré tres señoras mayores sentadas leyendo unas revistas muy viejas que me miraron de reojo, como si estuviera invadiendo su territorio. Ahora éramos mi pelo y yo. Avanzamos con confianza hacia Mirta, la famosa Mirta. Le estaba haciendo la permanente a una señora muy gorda que casi no entraba en el sillón. Noté con curiosidad cómo el estante estaba lleno de cabezas de tergopol con pelucas, unas caras todas mal pintadas, casi maléficas. Me asusté, pero de pronto me di cuenta que Mirta estaba pisándome el pelo, que se había mezclado con los retazos que quedaban en el piso de la mujer gorda. Mirta me miró con desprecio, y noté que tenía una cara imposible de no ser de una peluquera. Mientras yo pensaba esto ella seguía mirándome. Entendí que era para saber qué necesitaba. Pero no miró mi pelo, me miró a mí. Y mi pelo no paraba de crecer. Cada vez más. Ahora se había soltado del todo. Estaba cubriendo los pieces de las mujeres, y también metido en sus carteras. No podía controlarlo, estaba fuera de mí. Se había transformado en un cuerpo que tenía vida propia. Miré a Mirta con desesperación y señalé con la mirada su peluquería inundada con mi cabello. Ya no era mi culpa. Pero ella, concentrada en su trabajo ni siquiera lo miró. La señora gorda ya estaba quedando pelada, y Mirta no lo había notado. Miré a las otras mujeres para encontrar en ellas alguna expresión debido a la invasión capilar pero nada. Inmutables con sus revistas en las manos. Estaba sola con toda esa gente y yo sólo quería que me cortaran el pelo.
Con violencia busqué una tijera que estaba sobre una mesita y se la di a Mirta. Al mismo tiempo miré mi otro cuerpo de pelos pero nada. Ella no reaccionó. Le quité el peine de la mano y le puse la tijera. Con educación retiré a la señora gorda del sillón y me senté yo. Sentía mucho dolor porque todas las personas en ese sitio me estaban pisando el pelo y me lo tiraban. Recordé por un momento aquellos tiempos en que mi madre me peinaba para ir a la escuela y luchaba desenredándome lo desenredable. Yo gritaba y me quejaba tanto que terminaba yendo así, toda despeinada y hecha una andrajosa. Ahora estaba en una situación similar, pero yo más dispuesta a peinarme. Nadie quería ver lo notable. Nadie se hacía cargo de esa situación.Esperé sentada en el sillón a que Mirta terminara con esa cascada de pelos. Pero ella estaba parada y sin reaccionar, me miraba como si yo no tuviera nada, o lo que es peor, como si no necesitara nada. Le levanté la mano en la que tenía la tijera y la obligué a que me cortara el pelo. Pero Mirta se resistió y me preguntó si yo había pedido turno con anticipación. Me reí, le dije que mi situación era terrible, y que se trataba de vida o muerte. Ella también se rió y me preguntó si quería corte carret.
jueves, 7 de agosto de 2008
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